sábado, 2 de mayo de 2009

Fin de fiesta, de Graham Greene

Peter Morton se despertó sobresaltado ante la luz matutina. A través de la ventana vio una rama desnuda que travesaba un marco de plata. La lluvia golpeaba el vidrio. Era el cinco de enero.
Por encima de la mesita donde una velita de noche se disolvía en su líquido, miró hacia la otra cama. Francis Morton dormía todavía, y Meter volvió a acostarse mirando a su hermano. Lo divertía imaginarse que se miraba a sí mismo; el mismo pelo, los mismos labios y el mismo corte de mandíbula. Pero ese pensamiento pronto perdió todo interés, y su mente volvió a recordar el hecho que otorgaba tanta importancia a ese día. Era el cinco de enero. Apenas podía creer que ya hubiera pasado un año desde que la señora Henne-Falcon había ofrecido su última fiesta infantil.
Francis se volvió de pronto de espaldas y se cubrió la cara con el brazo, tapándose la boca. El corazón de Meter comenzó a latir rápidamente, no ya de placer sino de inquietud. El niño se sentó en la cama y llamó:
-Despiértate.
Los hombros de Francis se movieron; su puño cerrado osciló en el aire, pero sus ojos siguieron cerrados. Para Meter Morton, toda la habitación pareció oscurecerse, como si la cruzara un enorme pájaro. Volvió a gritar:
-¡Despiértate!
Y una vez más apareció la luz plateada y el golpe de la lluvia sobre la ventana. Francis se frotó los ojos.
-¿Me llamaste? -preguntó.
-Estás soñando una pesadilla –dijo Peter con seguridad. Ya le había enseñado la experiencia hasta qué punto sus mentes sex reflejaban en la mente del otro. Pero era el mayor por una cuestión de minutos, y ese breve intervalo “extra” de luz, le había otorgado cierto aplomo y un instinto de protección hacia el otro, que tenía miedo de tantas cosas.
-Soñé que estaba muerto –dijo Francis.
-¿Cómo era? –preguntó Peter con curiosidad.
-No me acuerdo –dijo Francis, y sus ojos se volvieron con alivio hacia la plata del día, mientras sus fragmentarios recuerdos se disipaban.
-Soñaste con un pájaro enorme.
-¿Sí?
Francis aceptó sin discutir la aseveración de su hermano, y durante un rato ambos permanecieron en silencio, acostados, frente a frente, con los mismos ojos verdes, la misma nariz respingada, los mismos labios firmes y entreabiertos y la misma línea prematura de la mandíbula. El cinco de enero, volvió a pensar Peter mientras su mente vagaba ociosamente entre imágenes de tortas y de premios que podría ganar. Carreras del huevo en la cuchara, la gallina ciega, la prueba de pinchar manzanas en un balde de agua.
-No quiero ir .dijo Francis repentinamente-. Supongo que estarán Joyce… Mabel Warren.
Le resultaba odioso compartir esa fiesta con esas dos. Eran mayores que él. Joyce tenía once años y Mabel Warren trece. Sus largas trencitas oscilaban orgullosamente al compás de su paso masculino. Su sexo lo humillaba, mientras ellas observaban por debajo de sus despreciativos párpados bajos su torpeza con los huevos. Y el año pasado… volvió la cara, ruborizado, para que Peter no lo viera.
-¿Qué te pasa? –preguntó Peter.
-Oh, nada. Creo que no estoy bien. Estoy resfriado. No tendría que ir a una fiesta.
Peter estaba perplejo.
-Pero, dime, Francis, ¿es un resfrío fuerte?
-Lo será cuando haya ido a la fiesta. Tal vez me muera.
-Entonces no debes ir –dijo Peter con decisión, dispuesto a resolver todas las dificultades con una simple frase; Francis dejó que sus nervios se distendieran en un delicioso alivio, dispuesto a permitir que Peter se encargara de todo. Pero aunque se sentía agradecido, no volvió el rostro hacia su hermano. Sus mejillas todavía llevaban la marca de un vergonzoso recuerdo, de un juego del escondite, en la oscuridad, el año pasado, y de cómo había gritado cuando Mabel Warren le había puesto repentinamente una mano sobre el brazo. No la había oído llegar. Las chicas eran así. Sus zapatos nunca chillaban. Ningún piso gemía bajo su paso. Se deslizaban como gatos sobre sus afelpadas garras.
Cuando Entró la nodriza con el agua caliente, Francis se quedó quieto, dejando todo en manos de Peter. Éste dijo:
-Nodriza, Francis está resfriado.
La alta y almidonada mujer colocó las toallas a través de los recipientes, y dijo sin volverse:
-La ropa limpia no llega hasta mañana. Tendrás que prestarle algunos de tus pañuelos.
-Pero, Nodriza –preguntó Peter- ¿no sería mejor que se quedara en cama?
-Lo llevaremos a caminar un poco esta mañana –dijo la nodriza-. El viento se llevará los microbios. Levántese ahora los dos –y cerró la puerta detrás de sí.
-Lo siento –dijo Peter y luego, preocupado al ver un rostro nuevamente surcado por las arrugas de la desdicha y la aprensión-: ¿Por qué no te quedas en la cama? Le diré a mamá que te sientes demasiado mal para levantarte.
Pero semejante rebelión contra el destino no estaba en poder de Francis. Además, si se quedaba en cama vendrían a verlo y le golpearían el pecho y le pondrían un termómetro en la boca y le mirarían la lengua, y luego descubrirían que no era cierto. Era verdad que se sentía mal, con una sensación de náuseas y vacío en el estómago, y palpitaciones de corazón; pero sabía que la causa era sólo el miedo, miedo a la fiesta, miedo a que lo obligasen a esconderse solo en la oscuridad, sin la compañía de Peter y sin ninguna velita de noche que disminuyera su terror.
-No, me levantaré –dijo, y luego con repentina desesperación-: Pero no iré a la fiesta de la señora Henne-Falcon. Juro por la Biblia que no iré.
Ahora todo saldría bien, pensó. Dios no permitiría seguramente que quebrara tan solemne juramento. Le enseñaría algún recurso. Todavía le quedaba toda la mañana y toda la tarde hasta las cuatro. No era necesario que se preocupara ahora, cuando el césped todavía estaba duro por la helada temprana. Cualquier cosa podía ocurrir. Podría cortarse o romperse una pierna, o pescarse algún resfrío fuerte. Dios ya se encargaría de todo.
Tenía tal confianza en Dios, que cuando su madre le dijo durante el desayuno: “Me dicen que estás resfriado, Francis”, él no le dio mayor importancia.
-No le darías tan poca importancia –dijo su madre con ironía-, si no hubiera una fiesta esta tarde.
Francis sonrió inquieto, asombrado y desconcertado por el desconocimiento de su madre. Su felicidad habría durado más si no se hubiera encontrado, durante el paseo matutino, con Joyce. Estaba solo con la nodriza, porque Peter se encontraba terminando una conejera en el galpón. Si Peter hubiera estado con él le habría importado menos; su nodriza era también la nodriza de Peter; pero ahora parecía que estuviera sólo a su servicio, porque no era capaz de dar un paso a solas y por su cuenta. Joyce sólo tenía dos años más que él y paseaba sola.
Se acercó a grandes pasos, con las trenzas al viento. Lo miró despreciativamente, y habló con ostentación a la nodriza:
-Hola, Nodriza, ¿traerá a Francis a la fiesta de esta tarde? Mabel y yo iremos.
Y volvió a alejarse por la calle, hacia la casa de Mabel Warren, conciente de estar sola y de bastarse a sí misma, en la larga calle vacía.
-Una chica tan simpática –dijo la nodriza. Pero Francis permaneció en silencio, sintiendo nuevamente el latido de su corazón, y comprendió que pronto llegaría la hora de la fiesta. Dios no había hecho nada por él, y los minutos volaban.
Volaron demasiado rápido para permitirle ninguna evasión, ni siquiera para preparar su corazón para la ordalía próxima. El pánico casi se apoderó de él cuando, sin darse cuenta, se encontró en el umbral de su casa, con el cuello del abrigo levantado para defenderse del viento frío. Mientras la linterna eléctrica de la nodriza dibujaba una breve traza luminosa en la oscuridad. Detrás de él estaban las luces del vestíbulo y el ruido del criado que tendía la mesa para la cena, ya que su padre y su madre comerían a solas. Se apoderó de él el deseo de entrar corriendo a la casa y llamar a su madre y decirle que no iría a la fiesta, que no se atrevía a ir. No podían obligarlo a ir. Ya se oía casi decir esas palabras finales, destruyendo para siempre, como instintivamente lo comprendía, la barrera de ignorancia que separa su mente de la conciencia de sus padres. “Temo ir. No quiero ir. No me atrevo a ir. Me obligarán a esconderme en la oscuridad, y tengo miedo a la oscuridad. Gritaré y gritaré y gritaré.”
Podía ver la expresión de asombro en la cara de su madre, y luego el frío aplomo de una respuesta de adulto.
-No seas tonto. Debes ir. Hemos aceptado la invitación de la señora Henne-Falcon.
Pero no lograban hacerlo ir; titubeando en el umbral, mientras los pies de la nodriza crepitaban sobre el césped escarchado frente a la puerta del jardincito, ya lo sabía. Contestaría:
-Pueden decir que estoy enfermo. No quiero ir. Tengo miedo a la oscuridad.
Y su madre:
-No seas tonto. Sabes bien que no hay nada peligroso en la oscuridad.
Pero él sabía lo falso de ese razonamiento; sabía que también le habían enseñado que no debía temer a la muerte y, sin embargo, con qué temor evitaban la idea de la muerte.
-Gritaré. Gritaré.
-Francis, vamos.
Oyó la voz de la nodriza a través del césped levemente fosforescente y vio el breve círculo amarillo de su linterna, que pasaba del árbol al arbusto y luego volvía al árbol.
-Ya voy –exclamó desesperado, abandonando la puerta iluminada de la casa; no podía decidirse a desnudar sus supremos secretos y poner fin a la reserva entre su madre y él, porque en el último caso le quedaba el último recurso de una súplica ante la señora Henne-Falcon. Se consoló con esta idea, mientras entraba lentamente por el vestíbulo, diminuto ante la enorme corpulencia de la señora. Su corazón latía desigualmente, pero pudo dominar perfectamente su voz, mientras decía con meticuloso acento:
-Buenas noches, señora Henne-Falcon. Le agradezco mucho que me haya invitado a su fiesta.
Con su carita tensa y alzada hacia la curva de los senos femeninos, y con su discursito cortés, parecía un hombre viejo y marchito. Porque Francis no se daba mucho con los otros chicos. Como mellizo, era una especie de hijo único. Hablarle a Peter era hablar a su propia imagen en un espejo, que le devolvía la figura de lo que él deseaba ser, más que la figura de lo que era: de lo que hubiera sido, si su irracional temor a la oscuridad, a los pasos de los desconocidos, al vuelo de los murciélagos en los jardines en penumbras.
-¡Qué niño adorable! –dijo la señora Heme-Falcon distraídamente, antes de reunir a los demás niños, con un además del brazo, como si fuera una bandada de pollitos, para que iniciaran su programa de juegos; carreras del huevo en la cuchara, carrera de tres piernas, captura de manzanas, juego que para Francis sólo representaban diferentes humillaciones. Y en los frecuentes intervalos en que nada se le exigía, cuando podía quedarse solo en los rincones, lo más lejos posible de la mirada despreciativa de Mabel Warren, trataba de planear cómo evitaría el inminente terror a la oscuridad. Sabía que no había nada que temer hasta después del té; sólo cuando se sentó en el amarillo resplandor circular irradiado por las diez velas de la torta de cumpleaños de Collin Henne-Falcon, tuvo plena conciencia de la inminencia de lo que más temía en el mundo. A través de la confusión de su cerebro, repentinamente atacado ahora por diez planes contradictorios, oyó la aguda voz de Joyce:
-Después del té jugaremos al escondite en la oscuridad.
-Oh, no –dijo Peter, contemplando con piedad e imperfecta comprensión el rostro turbado de Francis-; no jugaremos a eso. Todos los años jugamos a lo mismo.
-Pero si está en el programa –exclamó Mabel Warren-. Yo misma lo vi. Miré por encima del hombro de la señora Heme-Falcon. A la cinco, té. Desde la seis menos cuarto hasta las seis media, escondite en la oscuridad. Está todo escrito en el programa.
Peter no discutió, porque si estaba incluido en el programa de la señora Heme-Falcon, nada de lo que dijera podría impedirlo. Pidió otro trozo de torta y bebió lentamente su té. Quizás fuera posible retardar un cuarto de hora el juego, obtener unos minutos mal para que Francis formara un plan; pero hasta en eso fracasó Peter, porque los niños ya se levantaban de la mesa, en pequeños grupos. Era su tercer fracaso, y nuevamente, como reflejo de una imagen en la mente del otro, vio un enorme pájaro que oscurecía con sus alas el rostro de su hermano. Pero se reprochó esta insensatez, y terminó su torta, animado por ese refrán de adultos: “No hay nada que temer en la oscuridad”. Fue el último en abandonar la mesa; ambos hermanos descendieron juntos al vestíbulo para encontrarse con los dominadores e impacientes ojos de la señora heme-Falcon.
-Y ahora –dijo ésta-, jugaremos al escondite en la oscuridad.
Peter miró a su hermano y vio, como esperaba, que sus labios se contraían. Sabía que Francis había temido este momento desde el principio de la fiesta; que había tratado de enfrentarlo con valor, y había abandonado la tentativa. Con seguridad buscaba desesperadamente algún ardid que le permitiera eludir el juego que ahora recibían con gritos de entusiasmo todos los demás niños. “Oh, empecemos pronto.” “Debemos elegir bandos.” “¿Dónde será la casa?”
-Creo –dijo Francis Morton, acercándose a la señora Henne-Falcon, con los ojos inmutablemente enfocados en sus exuberantes pechos- que no vale la pena que yo juegue. Mi nodriza vendrá en seguida a buscarme.
-¡Oh, tu nodriza puede esperar, Francis! –dijo la señora distraídamente, mientras batía palmas para llamar a unos cuantos niños que ya se dispersaban por la amplia escalera hacia los pisos superiores-. Tu madre no se enojará por eso.
Hasta aquí llegaba el ingenio de Francis. No había querido creer que una excusa tan bien preparada pudiera fallar. Sólo se le ocurrió decir ahora, siempre en ese tono preciso que los otros niños odiaban, pues lo consideraban un símbolo de la pedantería.
-Será mejor que no juegue.
Permaneció inmóvil, conservando, a pesar de su temor, una expresión inmutable. Pero la sensación de su terror, o más bien el reflejo de su terror, llegó hasta el cerebro del hermano. Por un instante, Peter Morton sintió deseos de gritar, al pensar que podían apagarse las brillantes luces, dejándolo solo en una isla de tinieblas, rodeada por el suave golpeteo de pasos desconocidos. Luego recordó que ese terror no era suyo, sino de su hermano. Dijo impulsivamente a la señora Henne-Falcon:
-Por favor. No me parece conveniente que Francis juegue al escondite. ¡La oscuridad le da tanto miedo!
No podía haber elegido peores palabras. Seis niños comenzaron a cantar:
-Cobarde, cobarde de manteca, dirigiendo sus rostros de torturadores, con la inanidad de otros tantos girasoles, hacia Francis Morton.
Sin mirar a su hermano Francis dijo:
-Claro que jugaré. No tengo miedo. Sólo me pareció.
Pero sus martirizadores humanos ya lo habían olvidado y podía contemplar en plena soledad la inminencia de la tortura espiritual, más ilimitada. Los niños rodearon a la señora mientras sus agudas voces la acribillaban a preguntas y proposiciones.
-Sí, en cualquier parte de la casa. Apagaremos todas las luces. Sí, pueden esconderse en los armarios. Tienen que quedarse escondidos mientras puedan. No hay casa.
Peter Permanecía a un lado, avergonzado por la torpeza con que había pretendido ayudar a su hermano. Ahora sentía, deslizándose hacia todos los rincones de su cerebro, todo el resentimiento de Francis. Varios niños subieron corriendo las escaleras, y las luces del piso superior se apagaron. Luego, las tinieblas como alas de murciélago, descendieron y se posaron en el rellano. Otras criaturas comenzaron a apagar las luces del vestíbulo, hasta quedar todos reunidos bajo el resplandor central de la araña, mientras los murciélagos volaban en torno con alas afelpadas y esperaban que también esa luz se extinguiera.
-Tú y Francis están en el bando de los que se esconden –dijo una niña alta; luego se apagaron las últimas luces y la alfombra onduló bajo sus pies con sigilosos pasos que, como pequeñas corrientes heladas de aire, se dirigían hacia todos los rincones.
-¿Dónde está Francis? -se preguntó Peter-, Si me quedo a su lado, estos ruidos lo asustarán menos.
“Estos ruidos” eran el marco del silencio. El chillido de una tabla floja en el piso, el cauteloso cerrarse de la puerta de un armario, el silbido de un dedo que rozaba la madera pulida.
Peter permaneció en medio del piso oscuro y desierto, sin escuchar, esperando que se le revelara la ubicación de su hermano. Pero Francis se agazapaba con los dedos metidos en los oídos, los ojos inútilmente cerrados, la mente clausurada a toda impresión; sólo una sensación de tensión cruzaba el golfo de las tinieblas. Luego una voz exclamó: “Voy”; el esfuerzo de voluntad de su hermano se hizo trizas ante ese grito repentino, y Peter Morton se estremeció de terror. Pero ese terror no era suyo. Lo que en su hermano era un pánico ardiente, un pánico que no admite más ideas que las que agregan fuego a su llama, era en él una emoción altruista que no perturbaba su razón. “Si yo fuera Francis, ¿dónde me escondería?” Éste, más o menos, era su pensamiento. Y aunque no era Francis en persona, por lo menos era su espejo; la respuesta fue inmediata. “Entre la biblioteca de roble a la izquierda de la puerta del escritorio, y el sofá de cuero.” La rapidez de la respuesta no sorprendió a Peter Morton. Entre los mellizos existía una tácita telepatía. Habían estado juntos en el vientre materno y nada podía separarlos.
Peter Morton se acercó en puntas de pie al escondite de Francis. A veces una tabla del piso chirriaba, y como temía que alguno de sus subrepticios cazadores de la oscuridad lo atrapara, se agachó y se desató los zapatos. Un extremo del cordón golpeó el suelo, y ante el sonido metálico, un ejército de cautelosos pies se acercó a él. Pero ya estaba descalzo y habría reído mentalmente de la persecución si alguien no se hubiera caído al tropezar con sus zapatos abandonados, lo que sobresaltó su corazón, como reflejo de la sorpresa fraterna. Ninguna otra tabla del piso reveló el tránsito de Peter Morton. En medias, se acercó silenciosa y seguramente a su objetivo. El instinto le decía que estaba cerca de la pared, extendió una mano y tocó con los dedos la cara de su hermano.
Francis no gritó, pero los latidos de su propio corazón revelaron a Peter la magnitud del terror del otro niño. “No es nada”, murmuró, tanteando la figura acurrucada hasta capturar una mano convulsivamente apretada. “Soy yo. Me quedaré contigo.” Y aferrándolo estrechamente escuchó la cascada de murmullos que sus palabras habían despertado. Una mano tocó la biblioteca, cerca de la cabeza de Peter, y éste advirtió que el terror de Francis continuaba a pesar de su presencia. Era menos intenso, más tolerable, pero no había desaparecido. Sabía que lo que sentía era el temor de su hermano y no el suyo. La oscuridad, para él, sólo era la ausencia de luz; la mano que tanteaba, sólo la mano familiar de un niño. Pacientemente, esperó que lo encontraran.
No volvió a hablar, porque entre él y Francis el contacto era la más íntima comunión. Mediante sus manos reunidas, el pensamiento podía fluir más rápidamente que los labios al modelar las palabras. Podía experimentar el progreso completo de la emoción de su hermano, desde el sobresalto de pánico ante el inesperado contacto, hasta la tranquila pulsación de su temor, que ahora continuaba y continuaba con la regularidad de un latido. Peter Morton pensaba con intensidad. “Estoy aquí. No debes temer nada. Pronto volverán a encender las luces. No debes temer nada de ese susurro, de ese movimiento. Sólo es Joyce, sólo Mabel Warren.” Bombardeaba la figura acurrucada con pensamientos de seguridad, pero tenía conciencia de que el temor persistía. “Están empezando a susurrar entre ellos. Están cansados de buscarnos. Pronto volverán a encender las luces. Habremos ganado. No temas. Eso sólo era alguien que subía la escalera. Creo que es la señora Henne-Falcon. Escucha. Están tanteando en busca de la luz.” Pies que se deslizaban por una alfombra, manos que rozaban una pared, una cortina abierta, una falleba que se abría, la puerta de un armario que gemía. En el estante, sobre sus cabezas, un libro suelto se deslizó ante el contacto de una mano. “Sólo es Joyce, sólo es Mabel Warren, sólo es la señora Henne-Falcon”, un crescendo de pensamientos consoladores, antes de que la gran araña se encendiera como un árbol frutal en flor.
Las voces de los niños crecieron y se agudizaron ante el resplandor. “¿Dónde está Peter?” “¿Buscaste arriba?” “¿Dónde está Francis?”, pero el grito de la señora Henne-Falcon volvió a callarlos. Pero no fue ella quien notó primero la inmovilidad de Francis Morton, caído contra la pared ante el contacto de la mano de su hermanito. Peter seguía apretando los crispados dedos con árida y perpleja desesperación. No se trataba solamente de que su hermano se hubiera muerto. Su cerebro, demasiado joven para comprender la magnitud de la paradoja, seguía preguntándose, con cierta oscura compasión hacia sí mismo, por qué el pulso de terror de su hermano proseguía y proseguía cuando Francis ya se hallaba donde según siempre le habían dicho no había más terror, no había más tinieblas.