domingo, 10 de junio de 2012

El Dragón y la Doncella

“Orestes.- ¡Vosotras no las véis, pero yo las veo!” Esquilo, Las Coéforas, 1061-2. “…pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos.” Borges, J. L. “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto.” Heródoto corrige a Homero: cuenta que Helena nunca llegó a Troya. Una tormenta arrastró las naves troyanas hasta las costas de Egipto y Paris se vio obligado a abandonarla junto con los tesoros robados. Homero sabía todo esto –asegura Heródoto- pero prefirió ignorarlo porque no convenía a sus propósitos. Eurípides coincide con Heródoto, la verdadera Helena jamás estuvo en Troya; agrega que Paris sólo poseyó y llevó a Troya una réplica, un fantasma. El fantasma de Helena habría sido el causante de todos los acontecimientos que nos refiere Homero en la Ilíada y en la Odisea. Los aparecidos, los simulacros, abundan en la literatura. El espectro de Patroclo insepulto visita en sueños a Aquiles. Ulises, en las puertas del Hades, conversa con la sombra de Tiresias, con la de su madre, con la de Aquiles. Inútil corregir a los poetas, tienen una marcada inclinación por los fantasmas y las supercherías; una necesidad imperiosa de acercarse a la verdad de un modo oblicuo. Basta pensar en Virgilio, en la Divina Comedia, en Shakespeare, en Pedro Páramo, en Otra vuelta de tuerca. Se dice, con razón, que la obra de Henry James es ambigua. En todos sus relatos subyace la convicción de que el conocimiento humano es relativo, limitado, conjeturable. Otra vuelta de tuerca no es una excepción. Pienso, sin embargo, que la ambigüedad opera en ella de un modo peculiar. Vale la pena recordar el argumento. Una noche de Navidad, en una vieja casona de Londres, un grupo de amigos reunidos alrededor del fuego se entretiene escuchando historias de miedo. De las dos primeras historias que se cuentan no se dice demasiado. El manuscrito que contiene la tercera está en poder del dueño de casa. A través de sus palabras llegamos a saber que la autora del manuscrito, que es también la protagonista del relato, se desempeñó hace ya mucho tiempo como institutriz de su hermana y llegó a ser una persona muy próxima a sus afectos. Su nombre no se menciona y antes de iniciar la lectura se precisan los términos de una entrevista que ella, por entonces una muchacha de veinte años, mantuvo para conseguir su primer empleo. La escena transcurre en una imponente mansión de Harley Street. El hombre que la recibe es joven y atractivo. Esta circunstancia impresiona a la muchacha, que tiene una muy limitada experiencia del mundo y se siente naturalmente atraída por el caballero. Éste le explica que es tutor de dos niños, hijos de un hermano menor muerto en la India. Las condiciones del empleo que le ofrece establecen que ella deberá hacerse cargo de todo lo que se relacione con los niños sin molestarlo nunca, “pero nunca, nunca, ni llamarlo, ni quejarse, ni escribirle.” La lectura del manuscrito se inicia dando cuenta de las lógicas vacilaciones y temores de la joven ante la responsabilidad que está a punto de asumir. Lo que sigue es un viaje en diligencia, y por fin, su arribo a la residencia de Bly. Tanto el lugar como los dos niños - Flora de ocho años y Miles de diez- la deslumbran con su belleza y su encanto y las relaciones que establece con la persona que está al frente de la casa, la Sra Grose, resultan excelentes. Esta situación idílica no tarda en alterarse. La noticia de la expulsión de Miles -el colegio comunica la novedad pero nada dice de los motivos que llevaron a las autoridades a aplicar una sanción tan grave- deja atónita a la institutriz. Sin embargo, el incidente pasa a un segundo plano, porque, casi de inmediato, se producen las apariciones. En primer lugar, la imagen de un hombre, luego, la de una mujer. Cuando la protagonista describe el aspecto de ambos personajes a la Sra. Grose, ésta cree reconocerlos. Se trataría de un criado y de la anterior institutriz, ambos fallecidos. La Sra. Grose –sus palabras, al menos- sugieren la existencia de una situación de abuso sexual por parte del criado con respecto a Miles. A partir de este momento, la historia se convierte en una sórdida disputa por la posesión de los niños. Un combate entre el bien y el mal –tales son los términos del relato- que concluye con la muerte del pequeño Miles. Lo primero que debemos subrayar es, sin duda, lo más obvio: Otra vuelta de Tuerca es una historia de fantasmas. Cierto, al promediar la lectura del cuento, advertimos, tal como se ha señalado con insistencia, que sería posible entender que los fantasmas no tienen existencia real alguna y que todo el relato no es más que el delirio personal de la protagonista. Esta última observación, sin embargo, con ser atendible, resulta equívoca, al menos en la medida en que parece cuestionar lo que la historia declara de modo explícito, que Otra vuelta de Tuerca es, ante todo, un relato de fantasmas. James no se propuso contar en primer término las visiones paranoicas de una institutriz, para sugerirnos después que podría no tratarse de fantasías sino de verdaderos fantasmas. Lo que James escribió es, en sentido estricto, una historia de espectros especialmente sórdida. El relato de la institutriz no es el único relato que escuchan esa noche los invitados. Su lectura aparece precedida por otros dos cuentos de espectros. Se trata, por supuesto, de historias siniestras, “como esencialmente debe serlo toda extraña historia contada una noche de Navidad” tal como lo expresa el propio James. El primer cuento, el fantasma de Griffin, refiere una aparición sobrenatural que tiene por testigos a un niño pequeño y a su madre. El segundo es “una historia bastante ineficaz” de la que nada se dice. Cuando llega el turno del manuscrito, Douglas, el dueño de casa, observa: “está más allá de todo”, “no conozco nada en el mundo que se le aproxime.” Antes de seguir avanzando, sin embargo, debemos examinar, aunque que más no sea de un modo somero, las dos interpretaciones posibles de la historia, la que se inclina por el delirio de la protagonista y la que propone la realidad de los fantasmas. Una vez admitida la hipótesis del delirio lo primero que descubrimos es que todo se vuelve conjeturable. ¿Dónde comienzan y dónde terminan las alucinaciones? ¿Incluyen a la mansión de Harley Street, a la residencia de Bly, a la Sra. Grose, a los niños y a toda la servidumbre o se limitan a los dos aparecidos? Si aceptamos, no sin arbitrariedad, que salvo en lo que atañe a los fantasmas, el relato de la institutriz es verídico, deberemos aceptar también que ni sus alucinaciones ni la muerte del pequeño Miles, le han impedido continuar sin sobresaltos su carrera docente en casa del propio Douglas. En esta nueva etapa no sólo ha desaparecido hasta la menor huella de los graves trastornos que padeciera, sino que llega a desempeñarse de un modo admirable. El mismo Douglas se encarga de ponderar su firmeza, su coraje, su sensibilidad. Ni el menor rastro de desequilibrio, ni la menor perturbación, ni en el presente ni en el pasado. En lo que se refiere a la hipótesis de los fantasmas, debe recordarse que cuando la protagonista describe la imagen de los dos aparecidos, la señora Grose -tal como lo señalamos- los reconoce de inmediato. En su descripción, la institutriz hace hincapié en el aspecto siniestro, amenazador, de ambas imágenes. Las personas con las cuales la señora Grose los identifica -un antiguo criado de apellido Quint y la señorita Jessel, la anterior institutriz- han muerto no hace mucho tiempo. Ambos mantenían entre sí una relación sentimental y el señor Quint “se tomaba demasiadas libertades” con el niño, “demasiadas libertades con todos”. La mención del abuso sexual vuelve más sórdida la presencia de estos seres, agrava su malignidad, y proyecta una luz aciaga sobre la conducta de los niños. Sospechar que los niños simulan, que son cómplices, que se conducen con una astucia que excede su edad, es empezar a comprender que están vinculados con algo que, para decirlo con las palabras de Douglas, “está más allá de todo”. En efecto, algo muy perverso ha sucedido y la presencia del mal, de un mal no ordinario, instaura una verdadera vuelta de tuerca en el rumbo de los acontecimientos. Empero, cuando la institutriz le señala a la señora Grose el fantasma de la señorita Jessel a pocos metros de distancia, al alcance de su vista, ésta exclama: “- ¡Qué propensión horrible, señorita! ¿Dónde ve usted la menor cosa?” La observación parecería confirmar la hipótesis del delirio. El argumento sería el siguiente: sólo una persona declara haber visto a los fantasmas, la institutriz, ergo los fantasmas no existen. Pero en el caso del “fantasma de Griffin”, la madre y el niño tienen la misma visión al mismo tiempo. Aquí la explicación psicológica parece inadecuada, dos delirios simultáneos son muchos delirios, ergo el fantasma de Griffin existe. Sin embargo, que el fantasma haya sido visto por la institutriz y no por la señora Grose, se me ocurre, no es necesariamente prueba de su inexistencia. Que el fantasma de Griffin, a su vez, haya sido atestiguado por dos personas al mismo tiempo, no sirve tampoco como prueba de su existencia. El argumento es inconsistente. Los fantasmas no son meramente visibles o meramente invisibles, son visibles e invisibles sin contradicción y su existencia o su inexistencia no puede ser probada. Eso, al menos, parece sospechar la señora. Grose, para quien el hecho de no haber podido ver al fantasma no le plantea un inconveniente insalvable. “-Entonces (...) usted cree.. -Creo (…) -¿Quiere decirme que, desde ayer, usted ha visto...? Negó dignamente con la cabeza: -¡He oído! -¿Oído? -De boca de esa niña.... ¡horrores! ¡Ahí lo tiene! –suspiró con trágico alivio- Por mi honor, señorita, ¡dice cada cosa!” La señora Grose no ha visto las figuras espectrales de Jessel y de Quint, pero no por ello ha dejado de advertir, al igual que la protagonista, el modo maduro, impropio de su edad, con el que Miles se maneja, la habilidad, la discreción con que enfrenta los interrogatorios y sobrelleva las insinuaciones, “su secreta precocidad”. Lo mismo ocurre con la pequeña Flora: “...en esos momentos no es una niñita. Es una mujer vieja, vieja.”, exclama la señora Grose. Pero éstos son los tramos finales del proceso. Para alcanzarlos la protagonista ha debido admitir, resignarse a admitir, que tanto la belleza de la residencia Bly, como el encanto y la inocencia de los niños, eran apenas una parte -la más engañosa- del espectáculo que se ofrecía. Había otros elementos, otros poderes –potencias de una perversidad desconocida- que operaban en el paisaje y que, por cierto, no tardaron en manifestarse. Toda la serie de penosos incidentes que se sucedieron (la expulsión de Miles del colegio, el episodio de la vela, el robo de la carta) no han hecho más que confirmar sus peores sospechas. La hipótesis del delirio se apoya en la ambigüedad de la historia. El cuento no dice de modo indudable que se trate de aparecidos, es ambiguo, por consiguiente es preferible leerlo como la fantasía de una mente perturbada. Entiendo, sin embargo, que no se le pueden exigir documentos a un fantasma. Entiendo que si se hace la cuenta con honestidad el resultado final no favorece la interpretación psicológica o, para decirlo de otra manera, las contradicciones y los enigmas ocupan un lugar excesivo en la hipótesis del delirio. No resulta fácil, como ya observamos, entender la conducta impecable de la institutriz en casa de Douglas inmediatamente después de los acontecimientos aberrantes sucedidos en la residencia de Bly, tampoco resulta fácil entender el dictamen de la señora Grose (tan insospechable del menor extravío) con respecto a los fantasmas, ni la desaparición de la carta, ni la expulsión del colegio y así hasta el final. El inventario apunta en otra dirección. Pienso (todo induce a pensarlo) que la sola posibilidad de que el relato no fuera más que una fantasía enfermiza, habría significado una grave decepción para los amigos de Douglas. Este cuento no estaría “más allá de todo”, no sería una historia de verdadero terror como las que ellos aman y creo que tendrían razón en sentirse decepcionados. Negar dogmáticamente la existencia de espectros puede resultar reconfortante para el intelecto pero implica siempre un grave perjuicio para la imaginación. El pasaje de lo sobrenatural a lo patológico arruina el relato, lo vuelve razonable, lo aproxima de un modo inconveniente a un historial clínico. Una bebida demasiado inocente para lectores de fondo. Hay, además, algo arrogante en el intelecto que los escritores de este tipo de ficciones, en especial los más inteligentes, tratan de evitar. Tener razón, toda la razón todo el tiempo, no sólo lo convierte a uno en un “bachiller” sino que, por lo común, termina con la historia. El gran miedo, el terror pánico de los antiguos, tenía poderes convocantes, era un centro místico. Algo similar, aunque de otro orden, ocurría con el canto de Orfeo. Todos los seres -los hombres, los animales, la entera naturaleza- se olvidaban de sí mismos, quedaban pendientes del canto. En los verdaderos relatos de terror, el terror es una suerte de Orfeo. Ignoro si Henry James fue agnóstico, escéptico, presbiteriano o simplemente una persona nada afecta a las supersticiones. Entiendo que en lo que se refiere a la literatura, esa circunstancia es poco significativa. ¿Creía Shakespeare en fantasmas? Pienso que cuando escribió Hamlet creía en la sombra del rey y estoy convencido de que cuando Henry James escribió Otra vuelta de tuerca creía en fantasmas con todo su corazón, de otro modo no hubiera podido concebir esa fascinante historia de aparecidos. Si Shakespeare fue creyente o incrédulo lo fue en el sentido en que todos somos incrédulos o creyentes o cualquier otra cosa que imaginemos ser, no en forma permanente, no todo el tiempo. Pero Shakespeare, al igual que Henry James, fue sobre todo un artista y esta circunstancia me parece decisiva. Quiero decir que no sólo creyó en fantasmas, algunas veces también creyó ser un rey y un traidor y un mendigo y un amante desesperado y muchísimos otros individuos, no todo el tiempo, por supuesto, no en forma permanente. Sospecho que algunas personas se obstinan tanto en negar el elemento sobrenatural en Otra vuelta de tuerca para no tener que reprocharle a James la inconsistencia de sus presuntas creencias: ¿Cómo escribió usted una historia de fantasmas? ¿No era usted acaso escéptico o agnóstico o presbiteriano o lo que usted solía creer que era? En lo que atañe a la religiosidad de la obra de James –pienso en sus últimas novelas, Las alas de la paloma, La copa dorada- no creo que el significado de esos títulos pueda ser reducido sin más a una simple búsqueda de propósitos estéticos. Me parece razonable afirmar, en todo caso, que su apartamiento de todo dogma religioso particular -como observa Eliot- corrió parejo con su capacidad para percibir realidades de orden espiritual. La ambigüedad no es en James, por otra parte, un recurso literario. James no se vale de ella para obtener un efecto determinado. Muy por el contrario, la ambigüedad del mundo es aquello que se le impone. Y esta percepción de la ambigüedad esencial del mundo es precisamente la que le permite advertir que un día soleado y apacible no es tan solo un día soleado y apacible, que toda explicación, que todo discurso sobre el mundo es muy inferior al mundo, no le hace justicia. Pero la ambigüedad, la irresolución, que es una de las claves de su obra, es también el rasgo central de los relatos de hadas, de espectros, de horror. ¿Acaso no es la indeterminación, la ambigüedad, la sustancia misma de lo fantasmático? Y su sentido profundo no tiene que ver con la negación o el escepticismo, como podría suponerse, (como de hecho se ha supuesto en este caso) sino con la aprehensión de otras instancias de la realidad no discernibles en los relatos naturalistas. A veces, es el convencimiento de que algo anómalo está sucediendo o está a punto de suceder, algo que no puede ser determinado ni reducido pero que se manifiesta de modo inequívoco. A veces es el terror que se deriva de la percepción de lo ominoso, de lo perverso, de formas del mal no ordinarias que, como sabía James, no pueden mirarse cara a cara. A veces, es Otra vuelta de Tuerca, donde el dragón y la doncella repiten una vez más la vieja historia, el eterno combate de los ángeles que, en ocasiones, como en el Moby Dick, concluye en un naufragio. En Eurídice en sombras, de Ricardo Rey Beckford. Ediciones Último Reino. Buenos Aires, 2009

miércoles, 22 de junio de 2011

NUEVA VISITA A UN MUNDO FELIZ, DE ALDOUS HUXLEY CAPÍTULO VI

VI

EL ARTE DE VENDER


La supervivencia de la democracia depende de la capacidad de un gran número de personas para optar con sentido realista a la luz de la información adecuada. Una dictadura, en cambio, se mantiene censurando o deformando los hechos y apelando no a la razón, no al ilustrado interés personal, sino a la pasión y el prejuicio, a las poderosas "fuerzas ocultas", según Hitler las llamaba, que se hallan presentes en las inconscientes profundidades de todas las mentes humanas.
En el Oeste, se proclaman los principios democráticos y muchos publicistas capaces y concienzudos hacen cuanto pueden para procurar a los electores una información adecuada e inducirlos, con argumentos racionales, a una opción realista que tenga en cuenta esa información. Todo esto es para bien. Pero, por desgracia, la propaganda en las democracias occidentales, sobre todo en los Estados Unidos, tiene dos caras y una personalidad dividida. A cargo del departamento editorial se halla frecuentemente un democrático doctor Jekyll, un propagandista que se sentiría muy feliz de demostrar que John Dewey había estado en lo cierto respecto a la capacidad de la naturaleza humana para atenerse a la verdad y la razón. Pero este dignísimo hombre gobierna sólo una parte del mecanismo de la comunicación en masa. A cargo de la publicidad vemos al antidemocrático, por antirracional, señor Hyde o, mejor dicho, doctor Hyde, pues Hyde es actualmente doctor en psicología y tiene también un título universitario en ciencias sociales. Este doctor Hyde se sentiría realmente muy desdichado si todo el mundo viviera conforme a la fe que John Dewey tenía en la naturaleza humana. La verdad y la razón son asuntos de Jekyll, no de Hyde. Pues este Hyde es un analista de motivaciones, un Motivation Analyst, y su misión es estudiar las debilidades y flaquezas humanas, investigar esos deseos y miedos inconscientes que determinan parte tan importante del pensar consciente y el obrar abierto de los hombres. Y hace esto, no con el espíritu del moralista que trata de hacer mejor a la gente, o del médico que desearía mejorar la salud del paciente, sino simplemente con objeto de abusar de la ignorancia de los demás y explotar su falta de racionalidad en beneficio de quienes lo han contratado. Cabe, sin embargo, que se alegue que, al fin y al cabo, "el capitalismo ha muerto y el consumidorismo es rey" y que el consumidorismo exige los servicios de vendedores expertos, muy entendidos en todas las artes (incluidas las más insidiosas) de la persuasión. Bajo un sistema de libre empresa, la propaganda comercial por todos y cada uno de los medios es absolutamente indispensable. Pero lo indispensable no es necesariamente deseable. Lo que es demostrablemente bueno en la esfera de la economía puede distar de ser bueno para los hombres y mujeres como electores o hasta simplemente como seres humanos. Una generación anterior y más moralista se escandalizaría muchísimo ante el suave cinismo de los analistas de motivaciones. Actualmente, leemos un libro como The Hidden Persuaders, de Vance Packard, y nos divierte en mayor medida que nos horripila, nos deja más resignados que indignados. Supuesto Freud, supuesto el behaviorismo, supuesta la crónicamente desesperada necesidad de un consumo en masa que tiene el productor en masa, todo esto es lo que cabía esperar. Pero permítasenos que preguntemos: ¿qué es lo que cabe esperar en el futuro? ¿Las actividades de Hyde son compatibles a la larga con las de Jekyll? ¿Puede tener éxito una campaña en favor de la racionalidad cuando choca con otra todavía más vigorosa en favor de la irracionalidad? Son preguntas que por el momento no trataré de contestar, pero que dejaré colgando, por decirlo así, sobre nuestro estudio de los métodos de persuasión en masa en una sociedad democrática tecnológicamente avanzada.
La tarea del propagandista comercial en una democracia es en ciertos aspectos más fácil y en ciertos otros aspectos más difícil que la de un propagandista político empleado por un dictador establecido o un dictador en cierne. Es más fácil por cuanto casi todo el mundo parte de un prejuicio en favor de la cerveza, los cigarrillos y las heladeras, mientras que casi nadie parte de un prejuicio en favor de los tiranos. Es más difícil por cuanto el propagandista comercial no está autorizado por las reglas de su juego particular a apelar a los instintos más salvajes de su público. El anunciante de productos lácteos desearía mucho decir a sus lectores y oyentes que todas las molestias se deben a las maquinaciones de una banda de impíos fabricantes internacionales de margarina y que el deber patriótico de todos es salir a la calle y quemar las fábricas de los opresores. Las cosas así están, ay, prohibidas, y el anunciante tiene que contentarse con un planteamiento más moderado. Pero el planteamiento moderado es menos excitante que el planteamiento basado en la violencia verbal o física. A la larga, la ira y el odio son emociones que se derrotan a sí mismas. En lo inmediato, sin embargo, proporcionan altos dividendos en la forma de satisfacción psicológica y hasta fisiológica (pues liberan grandes cantidades de adrenalina y noradrenalina). La gente puede tener al principio un prejuicio inicial contra los tiranos, pero, cuando los tiranos o aspirantes a tiranos le dedican una propaganda liberadora de adrenalina sobre la perfidia del enemigo –especialmente de un enemigo lo bastante débil para que pueda ser perseguido–, muchos se inclinan a seguir con entusiasmo a quien así se expresa. En sus discursos, Hitler repetía insistentemente palabras como "odio", "fuerza", "implacable", "aplastamiento", "aniquilación", y acompañaba estas violentas palabras con ademanes todavía más violentos. Gritaba, daba alaridos, sus venas se hinchaban, su rostro se ponía violáceo. Una emoción violenta (como lo saben todos los actores y dramaturgos) es contagiosa en sumo grado. Envenenado por el maligno frenesí del orador, el auditorio bramaba, sollozaba y gritaba en una orgía de pasión sin inhibiciones. Y estas orgías eran tan gratas que la mayoría de quienes las habían experimentado volvían afanosamente en busca de más. Casi todos desean la paz y la libertad, pero son muy pocos los que tienen gran entusiasmo por las ideas, sentimientos y actos que hacen factibles esos ideales. Inversamente, casi nadie quiere la guerra o la tiranía, pero son muchos los que hallan un placer intenso en las ideas, sentimientos y actos que llevan a esas calamidades. Son ideas, sentimientos y actos demasiado peligrosos para ser explotados comercialmente. El anunciante acepta esta desventaja y hace cuanto puede con las emociones menos intoxicantes, con las formas más tranquilas de la irracionalidad.
La propaganda racional efectiva sólo es posible cuando hay una clara comprensión, por parte de todos los interesados, de la naturaleza de los símbolos y de sus relaciones con las cosas y los hechos simbolizados. La propaganda irracional depende para su eficacia de que haya una incomprensión general de la naturaleza de los símbolos. La gente sencilla tiende a igualar el símbolo con lo que el símbolo representa, a atribuir a las cosas y los hechos algunas de las cualidades que se expresan en las palabras con que el propagandista ha optado, para sus propios fines, por hablar de ellos. Examinemos un ejemplo sencillo. La mayoría de los cosméticos están hechos con lanolina, que es una mezcla de grasa lanar purificada y agua que se bate hasta transformarla en emulsión. Esta emulsión tiene muchas propiedades valiosas: penetra en la piel, no se hace rancia, es levemente antiséptica, etc. Pero los propagandistas comerciales no hablan de las genuinas virtudes de la emulsión. Le dan un nombre pintorescamente voluptuoso, hablan mentirosamente y poniendo los ojos en blanco de la belleza femenina y presentan imágenes de suntuosas rubias que nutren sus tejidos con alimento para la piel. Uno de estos propagandistas ha escrito: "Los fabricantes de cosméticos no venden lanolina; venden esperanza". Por esta esperanza, por esta deducción fraudulenta de una promesa de que serán transfiguradas, las mujeres pagarán diez y hasta veinte veces el valor de la emulsión que los propagandistas han relacionado tan hábilmente, por medio de símbolos engañadores, con un deseo femenino profundamente arraigado y casi universal: el deseo de ser más atractiva para los miembros del sexo opuesto. Los principios en que se funda esta clase de propaganda son en extremo simples. Hállase algún deseo corriente, algún difundido temor o ansiedad inconsciente; imagínese algún modo de relacionar este deseo o miedo con el producto que se quiere vender; constrúyase un puente de símbolos verbales o pictóricos por el que el cliente pueda pasar del hecho a un sueño compensatorio y del sueño a la ilusión de que nuestro producto, una vez adquirido, convertirá el sueño en realidad. "Ya no compramos naranjas; compramos vitalidad. Ya no compramos simplemente un coche; compramos prestigio." Y así con las demás cosas. Con la pasta dentífrica, por ejemplo, compramos no un mero purificador o antiséptico, sino la liberación del temor de ser sexualmente repulsivos. Con el vodka y el whisky, no compramos un veneno protoplásmico que, en pequeñas dosis, puede deprimir el sistema nervioso de un modo psicológicamente valioso; compramos amistad, camaradería, la cordialidad de Dingley Dell y el esplendor de la Mermaid Tavern. Con nuestros laxantes, compramos la salud de un dios griego y el hechizo de una de las ninfas de Diana. Con el "libro del mes", adquirimos cultura, la envidia de nuestros vecinos menos cultos y el respeto de los más refinados. En cada caso, el analista de motivaciones ha encontrado algún deseo o miedo profundamente arraigado cuya energía puede ser utilizada para inducir al consumidor a desprenderse de dinero y a hacer girar así, de modo indirecto, las ruedas de la industria. Guardada en las mentes y los cuerpos de innumerables individuos, esta energía potencial suele ser liberada y transmitida por una serie de símbolos cuidadosamente ordenados para que se eluda la racionalidad y quede obscurecido el verdadero asunto.
En ocasiones, los símbolos surten su efecto haciéndose impresionantes en forma desproporcionada, siendo obsesionantes y fascinadores por propio derecho. De esta clase son los ritos y pompas de la religión. Estas "bellezas de la santidad" fortalecen la fe allí donde ya existe y, allí donde no hay fe, contribuyen a la conversión. Como apelan únicamente al sentido estético no garantizan la verdad ni el valor moral de las doctrinas con las que, de modo completamente arbitrario, quedan asociadas. En cuanto a realidad histórica, las bellezas de la santidad han sido frecuentemente igualadas y hasta realmente superadas por las bellezas de la impiedad. Bajo Hitler, por ejemplo, las concentraciones anuales de Nuremberg eran obras maestras de ritual y arte teatral. Sir Neville Henderson, el embajador británico ante la Alemania de Hitler, escribe: "Yo había pasado seis años en San Petersburgo antes de la guerra, en los mejores días del ballet ruso, pero, como belleza grandiosa, yo nunca he visto un ballet comparable a la concentración de Nuremberg." Se piensa en Keats: "Belleza es verdad, y verdad, belleza". La identidad sólo existe, ay, en algún nivel último, supraterrenal. En las esferas de la política y la teología, la belleza es perfectamente compatible con la insensatez y la tiranía. Lo que es una gran suerte, pues si la belleza fuera incompatible con la insensatez y la tiranía, habría muy poco arte en el mundo. Las obras maestras de la pintura, la escultura y la arquitectura han sido productos de la propaganda religiosa o política, se han hecho a la mayor gloria de un dios, un gobierno o un sacerdocio. Y la mayoría de los reyes y sacerdotes han sido despóticos y todas las religiones han estado plagadas de supersticiones. El genio ha sido el servidor de la tiranía y el arte ha anunciado los méritos del culto local. Al transcurrir, el tiempo separa el buen arte de la mala metafísica. ¿Seremos capaces de hacer esta separación, no después de los sucesos, sino mientras estén ocurriendo? De eso se trata.
En la propaganda comercial, el principio del símbolo fascinador en forma desproporcionada se comprende claramente. Todo propagandista tiene su Departamento de Arte y hace constantes intentos de embellecer las carteleras con carteles impresionantes y las páginas de anuncios de las revistas con dibujos y fotografías que atraigan. No son obras maestras, pues las obras maestras atraen únicamente a un público reducido y el propagandista comercial trata de cautivar a la mayoría. Para él, el ideal es una excelencia moderada. Se espera que aquellos a quienes agrada este arte no demasiado bueno, pero lo bastante llamativo, se sientan también atraídos por los productos con los que ha sido asociado y a los que simbólicamente representa.
Otro símbolo desproporcionadamente fascinador es el Canto Comercial. El Canto Comercial es un invento reciente, pero el Canto Teológico y el Canto Piadoso –el himno y el salmo– son tan viejos como la misma religión. El Canto Militar, o sea la marcha militar, es coetáneo de la guerra, y el Canto Patriótico, precursor de nuestros himnos nacionales, fue indudablemente utilizado para promover la solidaridad de grupo, para recalcar la distinción entre "nosotros" y "ellos", por las bandas ambulantes de cazadores y recogedores de alimentos del paleolítico. Para la mayoría de las personas, la música es intrínsecamente atractiva. Además, las melodías tienden a grabarse en la mente del oyente. Una tonada puede acudir a la memoria durante toda una vida. He aquí, por ejemplo, una declaración o juicio de valoración de muy poco interés. Puestas así las cosas, nadie les dará importancia. Pero póngase una letra a una tonada pegajosa y de fácil recordación. Inmediatamente, esa letra se convierte en palabras de poder. Además, las palabras tienden a repetirse automáticamente cada vez que esa melodía sea oída o espontáneamente recordada. Orfeo ha establecido una alianza con Pavlov: el poder del sonido con el reflejo condicionado. Para el propagandista comercial, lo mismo que para sus colegas en los campos de la política y la religión, la música posee todavía otra ventaja. Cualquier disparate que sería vergonzoso que un ser razonable escribiera, dijera o escuchara, puede ser cantado u oído por ese mismo ser razonable con placer y hasta con una especie de convicción intelectual. ¿Aprenderemos a separar el placer de cantar o de escuchar una canción de esa tan humana tendencia a creer en la propaganda que la canción formula? De esto también se trata.
Gracias a la instrucción obligatoria y la prensa rotativa, el propagandista ha podido, desde hace muchos años, transmitir sus mensajes virtualmente a todos los adultos de cada país civilizado. Actualmente, gracias a la radio y la televisión, está en la feliz posición de poder comunicarse hasta con los adultos analfabetos y los niños que no han aprendido todavía a leer.
Los niños, como cabía suponerlo, son muy impresionables para la propaganda. Nada saben del mundo y de sus modos y, como consecuencia, nada recelan. Sus facultades críticas no se han desarrollado. Los de menos edad no han llegado a la edad de la razón y los de más edad carecen de la experiencia sobre la que puede trabajar con eficacia su racionalidad recién adquirida. En Europa, se llamaba en broma a los reclutas "carne de cañón". Sus hermanitos y hermanitas se han convertido ahora en carne de radio y carne de televisión. En mi infancia, se nos enseñaba a cantar cadencias infantiles y, en los hogares muy piadosos, himnos. Hoy, los pequeños farfullan cantos comerciales. ¿Qué es mejor: "¡Qué cerveza soberana la cerveza Tres Estrellas!" o "Tengo una muñeca vestida de azul"? ¿"Mambrú se fue a la guerra" o "Con Pepsodent y cepillo ponga fin a lo amarillo"? ¿Quién sabe?
"Yo no digo que debe inducirse a los chicos a que acosen a sus padres para que compren los productos anunciados en la televisión, pero, al mismo tiempo, es imposible negar que es eso lo que se hace todos los días." Así escribe el astro de uno de los muchos programas de televisión dedicados al público juvenil. "Los niños son discos vivos y parlantes –agrega– de lo que les decimos a diario." Y, a su debido tiempo, estos discos vivos y parlantes de los anuncios de la televisión se harán mayores, ganarán dinero y comprarán los productos de la industria. El señor Clyde Miller escribe con éxtasis: "Piense en lo que puede significar en beneficios para su empresa la posibilidad de acondicionar a un millón o diez millones de niños, quienes se convertirán en personas mayores adiestradas para la compra de lo que usted quiere que compren, como soldados que se ponen en movimiento en cuanto oyen la voz de mando: '¡De frente, march!"'. ¡Sí, piénselo! Y, al mismo tiempo, recuerde que los dictadores y aspirantes a dictadores han estado pensando eso mismo durante años, y que millones, decenas de millones y cientos de millones de niños están haciéndose personas mayores para comprar la mercadería ideológica del déspota local y para responder con una conducta apropiada, como adiestrados soldados, a las voces de mando que han sido inculcadas en las mentes infantiles por los propagandistas de ese mismo déspota.
La medida en que nos gobernamos a nosotros mismos está en razón inversa a nuestros números. Cuanto mayor es un distrito electoral, menos valor tiene cualquier voto determinado. Cuando es uno entre millones, el elector individual se siente impotente, una cantidad despreciable. Los candidatos a quienes ha votado están muy lejos, en lo alto de la pirámide del poder. Teóricamente, son los servidores del pueblo, pero de hecho son los servidores quienes dan las órdenes, y el pueblo, muy distante en la base de la gran pirámide, quien debe obedecer. La población en aumento y la tecnología en avance han provocado un incremento en el número y la complejidad de las organizaciones, un incremento en la cantidad de poder concentrado en las manos de las autoridades y una correspondiente disminución en la cantidad de fiscalización que ejercen los electores, unida a una disminución en la consideración del público por los procedimientos democráticos. Ya debilitadas por las vastas fuerzas impersonales que actúan en el mundo moderno, las instituciones democráticas están actualmente siendo socavadas desde dentro por los políticos y sus propagandistas.
Los seres humanos actúan de muy diversas maneras irracionales, pero todos ellos parecen capaces, si se les da la debida oportunidad, de optar razonablemente a la luz de las pruebas disponibles. Las instituciones democráticas funcionarán bien únicamente si todos los interesados hacen cuanto esté en sus manos para impartir conocimientos y fomentar la racionalidad. Sin embargo, en nuestro tiempo, en la más poderosa democracia del mundo, los políticos y sus propagandistas prefieren convertir en pura estupidez los procedimientos democráticos y recurrir casi exclusivamente a la ignorancia y la irracionalidad de los electores. En 1956, el director de una destacada revista económica nos dijo: "Ambos partidos traficarán con sus candidatos y programas adoptando los mismos métodos que utilizan las empresas para vender sus productos. Estos métodos incluyen la selección científica de las exhortaciones y la repetición deliberada... En los espacios comerciales de la radio, se repetirán frases con una intensidad bien calculada. Las carteleras se cubrirán de lemas de poder probado... Los candidatos necesitan, además de voces ricas y una buena dicción, mirar con 'sinceridad' la cámara de televisión."
Los traficantes políticos recurren únicamente a las debilidades de los votantes, nunca a su fuerza potencial. No intentan educar a las masas y capacitarlas para que se gobiernen a sí mismas; se contentan con manipularlas y explotarlas. Para este fin, se movilizan y ponen en acción todos los recursos de la psicología y las ciencias sociales. Se hacen "entrevistas en profundidad" a muestras cuidadosamente seleccionadas del cuerpo electoral. Estos entrevistadores en profundidad sacan a la superficie los temores y deseos inconscientes que más prevalecen en una sociedad dada en el momento de la elección. Luego, se eligen por medio de peritos, se prueban en lectores y públicos y se cambian o mejoran en vista de la información así obtenida series de frases e imágenes destinadas a disipar o, en caso necesario, fomentar esos temores y a satisfacer esos deseos, por lo menos simbólicamente. Una vez hecho esto, la campaña política queda preparada para quienes están a cargo de las comunicaciones en masa. Todo lo que actualmente se necesita es dinero y un candidato que pueda ser enseñado a parecer "sincero". Conforme al nuevo sistema, los principios políticos y los planes de acción específica han perdido la mayor parte de su importancia. Las cosas que realmente importan son la personalidad del candidato y la manera en que el candidato es proyectado por los peritos publicitarios.
Del modo que sea, como varón de pelo en pecho o cariñoso padre, un candidato debe ser encantador. También debe ser un animador que nunca aburra al público. Habituado a la radio y la televisión, este público exige que se lo distraiga y no cabe pedirle que se concentre o haga un prolongado esfuerzo intelectual. Todos los discursos del candidato-animador deben ser, pues, breves y tajantes. Los grandes problemas del momento deben ser zanjados en cinco minutos a lo sumo y preferiblemente (pues el público querrá pasar a algo más entretenido que la inflación o la bomba de hidrógeno) en sesenta segundos netos. La oratoria es de tal naturaleza que siempre ha habido entre políticos y clérigos la tendencia a simplificar excesivamente los asuntos complejos. Desde un pulpito o una tribuna, hasta el más concienzudo de los oradores tiene muchas dificultades para decir la verdad. Los métodos que actualmente se utilizan para colocar en el mercado a un candidato político como si fuera un desodorante garantizan de modo muy positivo el cuerpo electoral contra toda posibilidad de que escuche la verdad acerca de nada.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El Crimen de No Educar, de fernando Savater

El crimen de no educar
Por Fernando Savater


1 Aunque estoy convencido de la importancia de la educación para lograr personas humanas algo más decentes, tolerables y tolerantes de lo que fuimos sus padres, no creo que se trate de la solución milagrosa de todos nuestros males. En cualquier plan para aliviar los defectos de nuestro mundo ha de participar la educación …aunque sin duda no bastará con la mera educación. ¡Intervienen tantos factores internos y externos en la determinación de la conducta humana! Lo malo de los seres libres es que ya no tenemos ningún resorte mágico que baste apretar para convertirnos en santos. Y aunque lo hubiese, yo, desde luego, no me atrevería a apretarlo: prefiero dejar abierta la posibilidad de hacer el mal a convertir el bien en un gesto automático...
2. Sin embargo, la educación me sigue pareciendo fundamental. Y es que, queramos o no, se trata de algo irremediable, que todo el mundo recibe. Sí, no se asombren ustedes: la educación es un fenómeno universal y obligatorio, del que de un modo u otro nadie carece ni ha carecido nunca ... al menos si pertenece a la especie humana. A quien no le educa la familia o la escuela, le educará la televisión, la calle o la selva, pero sin educación no se quedará. A Trazán lo educaron los monos y a Mowgli los lobos: salieron a fin de cuentas buenos chicos, pero no parece aconsejable repetir demasiado a menudo el experimento. Porque ahí está precisamente el quid del asunto: los bienes que aporta la buena educación pueden ser limitados y eventualmente insuficientes, pero las perversiones que trae la educación mala son mucho más seguras...y devastadoras Ni aun preocupándonos por educar bien es seguro que consigamos obtener buenos ciudadanos, pero si dejarnos la educación en manos del azar o del mercado, obtendremos sin duda una excelente cosecha de monstruos.
3. El 30 de enero se celebró en todos los centros de enseñanza la jornada de No Violencia, que pretende resaltar la importancia de preparar a nuevas generaciones para la convivencia pacífica (aunque sea polémicamente pacífica) si queremos mañana vivir de un modo menos sanguinario y belicoso. Las escuelas, los colegios y los institutos son espacios públicos y obligatorios, por lo general los primeros de ese tipo que conocen los niños al salir de sus familias. Nunca son burbujas aisladas del resto de la sociedad sino microcosmos que revelan a escala reducida los abusos y las virtudes de la comunidad circundante. En ellos se descubren las obligaciones y los atropellos, la marginación y la fraternidad. Y la omnipresencia tentadora de la violencia. Es preocupante constatar la creciente abundancia de incidentes feroces y agresivos en nuestros centros de enseñanza: entre los alumnos, entre alumnos y profesores. Hay mafias adolescentes y brutos seminazis que aún llevan pantalón corto. Algunos chavales tiemblan al entrar en clase y bastantes maestros tiemblan todavía más … ¡incluso cuando tienen que recibir a los padres, a veces más peligrosos que sus retoños!
4. Creo que no hay que minimizar la importancia de las situaciones de amenaza y crueldad que se dan en las aulas. Recuerdo demasiado bien haberlas padecido en la infancia y la adolescencia como para tomarlas a broma o deseárselas a nadie. Pero la solución no es cosa fácil. Maestros y profesores han perdido en gran parte el escudo de respeto, a veces exagerado, que tuvieron en otras épocas. Ahora ya la simple imposición de la autoridad no basta, aunque tampoco debe ser desdeñada en nombre de un malentendido espíritu libertario cuando se ejerce de modo razonable. Pero queremos formar personas responsables y no meramente obedientes, que han de vivir en una sociedad cada vez más individualista e igualitaria De modo que hay que intentar otros métodos complementarios. Por ejemplo, la Generalitat de Cataluña se propone escoger y preparar en las comunidades escolares a alumnos que sirvan de mediadores en la resolución de conflictos internos. Deben poseer ciertas dotes de liderazgo y un carácter a la vez firme en lo esencial y flexible en todo lo demás, a los que se instruirá en los principios básicos de la resolución de enfrentamientos civiles. Parece una buena idea para acostumbrar a quienes sienten la tentación de la violencia pero rechazan la jerarquía a buscar arbitrajes que eviten la brutalidad y resguarden del matonismo. Del ajeno ... y del propio.
5. Hombres que asesinan a sus mujeres, padres que maltratan como ellos fueron maltratados, chavales que apalean a vagabundos, niñas que condenan a muerte por celos a una compañera de pupitre... Y por encima de todo, otra vez la amenaza mundial de una guerra, planteada de modo especialmente prepotente y estúpido contra un dictador no menos miserable: por todos lados niños malcriados, inmaduros, decidiendo sobre la vida y la muerte de los demás. Al comienzo de sus Antimemorias, cuenta Ma1raux que un sabio oriental comentó confidencialmente "No hay adultos". Sería buena idea que, ya que estamos condenados a la puerilidad, intentemos al menos extirpar de ella la semilla del crimen.

jueves, 30 de diciembre de 2010

EL GALLO DE PELEA, de Chuan Tzé

Chi Hsin Tzu era un entrenador de gallos de pelea empleado por el rey Hsuan. Estaba entrenando un ave magnífica. El rey no hacía más que preguntar si el ave estaba lista para combatir.
"Aún no", dijo el entrenador. "Está llena de fuego, dispuesta a pelear con cualquier otra ave. Es vanidosa y confía en su propia fuerza".
Diez días más tarde contestó de nuevo:
"Aún no. Explota cuando oye cantar a otra ave".
Diez días más tarde:
"Aún no. Todavía tiene ese gesto iracundo que le hincha las plumas".
Diez días después el entrenador dijo:
"Ahora ya está casi listo. Cuando canta otro gallo, sus ojos ni siquiera parpadean. Se mantiene inmóvil como un gallo de madera. Es un luchador maduro. Las demás aves lo mirarán y echarán a correr".

domingo, 6 de junio de 2010

Romance de la Muerte de Durandarte

Romances del Ciclo Carolingio
Muerte de Durandarte

¡Oh, Belerma, oh, Belerma!
Por mi mal fuiste engendrada,
que siete años te serví
sin alcanzar de ti nada,
5 y agora que me querías
muero yo en esta batalla.
No me pesa de mi muerte,
Aunque temprano me llama,
más pésame que de verte
10 y de servirte dejaba.
¡Oh, mi primo Montesinos!
lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuese muerto
y mi ánima arrancada,
30 vos llevéis mi corazón
Adonde Belerma estaba,
y servidla de mi parte
como de vos esperaba.
¡Montesinos, Montesinos!
Mal me aqueja esta lanzada,
35 traigo grandes las heridas,
los extremos tengo fríos,
el corazón me desmaya.
Ojos que nos vieron ir,
no nos verán más en Francia.
40 Abracéisme, Montesinos,
que ya se me sale el alma,
e mis ojos ya no veo,
la lengua tengo turbada
(…)

Romance del enamorado y la muerte

Romance del Enamorado y la Muerte
Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis manos los tenía,
5 Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
-¿Por donde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
10 ventanas y celosías.
-No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
-¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
15 -Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
Muy de prisa se calzaba,
más de prisa se vestía;
ya se va para la calle,
20 en donde su amor vivía.
-¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta, niña!
-¿Cómo te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
25 Mi padre no fue al palacio,
mi madre no está dormida.
-Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,
30 junto a ti vida sería.
-Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzara,
35 mis trenzas añadiría.
La fina seda se rompe;
la Muerte que allí venía:
-Vamos, el enamorado,
que la hora ya está cumplida.

domingo, 25 de octubre de 2009

Adelfos, de Manuel Machado

A Miguel de Unamuno

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron
—soy de la raza mora, vieja amiga del Sol—,
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español.

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna...
De cuando en cuando, un beso y un nombre de mujer.

En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos...;
y la rosa simbólica de mi única pasión
es una flor que nace en tierras ignoradas
y que no tiene aroma, ni forma, ni color.

Besos ¡pero no darlos! Gloria.... ¡la que me deben!
¡Que todo como un aura se venga para mí!
¡Que las olas me traigan y las olas me lleven,
y que jamás me obliguen el camino a elegir!

¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido.
No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.
Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido.
Ni el vicio me seduce ni adoro la virtud.

De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.
No se ganan, se heredan, elegancia y blasón...
Pero el lema de casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano sol.

Nada os pido. Ni os amo ni os odio. Con dejarme,
lo que hago por vosotros, hacer podéis por mí...
¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir! ...

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna.
¡El beso generoso que no he de devolver!

Proverbios y Cantares, de Antonio Machado

I

Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.


X

La envidia de la virtud
hizo a Caín criminal.
¡Gloria a Caín! Hoy el vicio
es lo que se envidia más.

XXIII

No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.


XXVI

Poned sobre los campos
un carbonero, un sabio y un poeta.
Veréis cómo el poeta admira y calla,
el sabio mira y piensa...
Seguramente, el carbonero busca
las moras o las setas.
Llevadlos al teatro
y sólo el carbonero no bosteza.
Quien prefiere lo vivo a lo pintado
es el hombre que piensa, canta o sueña.
El carbonero tiene
llena de fantasías la cabeza.

XXIX

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

XLIV

Todo pasa y todo queda;
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

L

a Roma por todas partes,
por todas partes se va.»

LIII
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

Retrato, de Antonio Machado

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

domingo, 30 de agosto de 2009

Lo fatal, de Rubén Darío

LO FATAL



“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura,

porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande

que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre

que la vida consciente.



Ser, y no saber nada,

y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido un futuro terror...

y el espanto seguro

de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra

y por lo que no conocemos

y apenas sospechamos

y la carne que tienta

con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda

con sus fúnebres ramos,

y no saber adonde vamos,

ni de donde venimos...!”

Sonatina, de Rubém Darío

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro;
y en un vaso olvidada se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa acaso en el príncipe de Golconda o de China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,
o en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de mayo,
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte;
los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules,
en la jaula de mármol del palacio real,
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está pálida)
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe
(La princesa está pálida. La princesa está triste)
más brillante que el alba, más hermoso que abril!

-¡Calla, calla, princesa -dice el hada madrina-,
en caballo con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con su beso de amor!

Era un aire suave

ERA UN AIRE SUAVE...

. . . .Era un aire suave, de pausados giros;
El hada Harmonía ritmaba sus vuelos;
É iban frases vagas y tenues suspiros
Entre los sollozos de los violoncelos.
.
. . . .Sobre la terraza, junto á los ramajes
Diríase un trémolo de liras eolias
Cuando acariciaban los sedosos trajes
Sobre el tallo erguidas las blancas magnolias.
.
. . . .La marquesa Eulalia risas y desvíos
Daba á un tiempo mismo para dos rivales,
El vizconde rubio de los desafíos
Y el abate joven de los madrigales.
.
. . . .Cerca, coronado con hojas de viña,
Reía en su máscara Término barbudo,
Y, como un efebo que fuese una niña,
Mostraba una Diana su mármol desnudo.
.
. . . .Y bajo un boscaje del amor palestra,
Sobre rico zócalo al modo de Jonia,
Con un candelabro prendido en la diestra
Volaba el Mercurio de Juan de Bolonia.
.
. . . .La orquesta perlaba sus mágicas notas,
Un coro de sones alados se oía;
Galantes pavanas, fugaces gavotas
Cantaban los dulces violines de Hungría.
.
. . . .Al oir las quejas de sus caballeros
Ríe, ríe, ríe, la divina Eulalia,
Pues son su tesoro las flechas de Eros,
El cinto de Cipria, la rueca de Onfalia.
.
. . . .¡Ay de quien sus mieles y frases recoja!
¡Ay de quien del canto de su amor se fíe!
Con sus ojos lindos y su boca roja,
La divina Eulalia, ríe, ríe, ríe.
.
. . . .Tiene azules ojos, es maligna y bella;
Cuando mira vierte viva luz extraña:
Se asoma á sus húmedas pupilas de estrella
El alma del rubio cristal de Champaña.
.
. . . .Es noche de fiesta, y el baile de trajes
Ostenta su gloria de triunfos mundanos.
La divina Eulalia, vestida de encajes,
Una flor destroza con sus tersas manos.
.
. . . .El teclado hamónico de su risa fina
Á la alegre música de un pájaro iguala,
Con los staccati de una bailarina
Y las locas fugas de una colegiala.
.
. . . .¡Amoroso pájaro que trinos exhala
Bajo el ala á veces ocultando el pico;
Que desdenes rudos lanza bajo el ala,
Bajo el ala aleve del leve abanico!
.
. . . .Cuando á media noche sus notas arranque
Y en arpegios áureos gima Filomela,
Y el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque
Como blanca góndola imprima su estela,
.
. . . .La marquesa alegre llegará al boscaje,
Boscaje que cubre la amable glorieta
Donde han de estrecharla los brazos de un paje,
Que siendo su paje será su poeta.
.
. . . .Al compás de un canto de artista de Italia
Que en la brisa errante la orquesta deslíe,
Junto á los rivales la divina Eulalia,
La divina Eulalia, ríe, ríe, ríe.
.
. . . .¿Fué acaso en el tiempo del rey Luis de Francia,
Sol con corte de astros, en campos de azur?
¿Cuando los alcázares llenó de fragancia
La regia y pomposa rosa Pompadour?
.
. . . .¿Fué cuando la bella su falda cogía
Con dedos de ninfa, bailando el minué,
Y de los compases el ritmo seguía
Sobre el tacón rojo, lindo y leve el pié?
.
. . . .¿ Ó cuando pastoras de floridos valles
Ornaban con cintas sus albos corderos,
Y oían, divinas Tirsis de Versalles,
Las declaraciones de sus caballeros ?
.
. . . .¿ Fué en ese buen tiempo de duques pastores,
De amantes princesas y tiernos galanes,
Cuando entre sonrisas y perlas y flores
Iban las casacas de los chambelanes ?
.
. . . .¿ Fué acaso en el Norte ó en el Mediodía ?
Yo el tiempo y el día y el país ignoro,
Pero sé que Eulalia rie todavía,
¡ Y es cruel y eterna su risa de oro !
.