sábado, 11 de abril de 2009

El fin del mundo, de Dino Buzzati

Una mañana, alrededor de las diez, apareció un puño inmenso en el cielo, sobre la ciudad; se abrió luego lentamente como una garra y así permaneció inmóvil, inmenso estandarte de la desgracia. Parecía de piedra pero no era de piedra, parecía de carne y no lo era., parecía también hecho de nubes, pero no era una nube. Era Dios; y el fin del mundo. Un murmullo que se volvió lamento y luego grito se propagó por los barrios, hasta que se convirtió en una sola voz, compacta y terrible, que subía a pico como una tromba.
Luisa y pedro se hallaban en una placita, tibia a esa hora de sol, rodeada de caprichosos edificios y, parcialmente, de jardines. Pero en el cielo, a una desmesurada altura, estaba suspendida la mano. Las ventanas se abrían de par en par entre gritos de llamado y de espanto, mientras el clamor inicial de la ciudad se aplacaba poco a poco; mujeres jóvenes a medio vestir se asomaban para ver el Apocalipsis. Salía gente de sus casas, la mayoría corriendo, que sentían la necesidad de moverse, de hacer cualquier cosa, aunque sin saber qué actitud tomar. Luisa prorrumpió en un llanto desconsolado:
_Yo sabía –balbuceaba entre sollozos- que iba a terminar así… nunca iba a la iglesia, nunca decía mis oraciones… a mí no me importaba, no me importaba, Y ahora… ¡Ya presentía yo que iba a terminar así!
¿Qué podía decirle Pedro para consolarla? Había empezado a llorar también él como un niño. También la mayor parte de la gente estaba llorando, en especial las mujeres. Solamente dos frailes, viejecitos animosos, estaban contentos como unas pascuas.
-¡Ahora es el fin para los pícaros! –exclamaban alegremente, mientras caminaban rápido, volviéndose hacia los transeúntes más conocidos-. Ya no se hacen más los pícaros, ¿eh? ¡Nosotros somos los pícaros ahora!- (y se reían burlonamente)-. ¡Nosotros siempre objeto de burla, nosotros, a quienes se creía cretinos, ahora veremos quiénes son los pícaros!
Alegres como estudiantes pasaban en medio de la creciente multitud que los miraba sin atreverse a reaccionar. Hacía dos o tres minutos que habían desaparecido por una callejuela, cuando un señor tuvo algo así como el impulso instintivo de precipitarse tras ellos, como quien ha dejado pasar una oportunidad preciosa:
-¡Por Dios! –gritaba golpeándose la frente-, ¡y pensar que nos podrían confesar!
-¡Caramba! –corroboraba otro-, ¡qué imbéciles fuimos! ¡Que se nos aparecieran así bajo las narices y nosotros dejarlos ir!
Pero, ¿quién podía alcanzar ya a los animosos frailecitos?
Mujeres y también hombrones, antes arrogantes, volvían mientras tanto de las iglesias, maldiciendo, desilusionados y desanimados. Los mejores confesores habían desaparecido –se decía- probablemente acaparados por las autoridades superiores y los industriales más poderosos. Era extrañísimo, pero los billetes conservaban maravillosamente cierto prestigio aunque fuese el fin del mundo; tal vez se consideraba que faltaban todavía minutos, horas, algún día quizás. En cuanto a los confesores que aún quedaban disponibles, se había reunido en las iglesias tal gentío que ni siquiera se podía pensar en eso. Se hablaba de graves incidentes ocurridos justamente por la excesiva aglomeración o de impostores disfrazados de sacerdotes que se ofrecían para recibir confesiones, inclusive a domicilio, pidiendo sumas fabulosas. En cambio las jóvenes parejas se apartaban precipitadamente, ya sin sombras de moderación, acostándose sobre el césped de los jardines para hacer el amor una vez más. La mano mientras tanto se había vuelto de un color terroso, aunque el sol resplandecía, y así daba más miedo aún. Comenzó a circular el rumor de que la catástrofe era inminente; algunos garantizaban que no se llegaría a mediodía.
Mientras tanto, en el elegante porche de un edificio, un poco más alto que el nivel de la calle (adonde se llegaba por dos rampas de una escalinata en abanico) se vio a un joven cura. La cabeza entre los hombros, caminaba precipitadamente, como si tuviera miedo de irse. Era extraño un cura a esa hora, en aquella casa suntuosa frecuentada por cortesanas.
-¡Un cura! ¡Un cura! –se oyó gritar desde algún lugar. Fulmíneamente la gente logró detenerlo antes de pudiese huir.
-¡Confiésenos, confiésenos! –le gritaban.
Empalideció, fue llevado a una especie de nicho, pequeño y vistoso, que asomaba del porche a modo de púlpito cubierto; parecía hecho a propósito. Por decenas, hombres y mujeres se arracimaron rápidamente, alborotándose, irrumpiendo desde abajo, trepándose por las salidas ornamentales, aferrándose a las pequeñas columnas y al borde de la balaustrada; la altura, por otra parte, no era mucha.
El cura empezó a recibir confesiones. Rapidísimo, escuchaba las afanosas confidencias de los desconocidos (que ya no se preocupaban de que los demás pudiesen oírlos). Antes de que terminaran, trazaba con la diestra una breve señal de la cruz, absolvía, pasaba de inmediato al siguiente pecador. Pero cuántos había. El cura miraba en torno, confuso, midiendo la creciente marea de pecados por cancelar. Con gran esfuerzo, también Luisa y Pedro se llegaron abajo, ganaron su turno, lograron hacerse oír.
-No voy nunca a misa, digo mentiras… -gritaba apresuradamente la joven, por miedo de no tener tiempo, en un frenesí de humillación-, y además, todos los pecados que usted quiera… póngalos todos nomás… Y no es por miedo que estoy aquí, créame, es tan sólo por el deseo de estar cerca de Dios, le juro que… -y estaba convencida de ser sincera.
-Ego te absolvo… -murmuró el cura, quien pasó a escuchar a Pedro.
Pero una ansiedad indecible crecía en los hombres. Uno preguntó:
-¿Cuánto tiempo falta para el juicio universal?)
Otro, bien informado, miró el reloj.
-Diez minutos –respondió con autoridad.
Lo oyó el sacerdote, que de pronto intentó retirarse. Pero la gente, insaciable, lo detuvo. Parecía febril, era evidente que el borbollón de las confesiones no le llegaba sino como un confuso murmullo carente de sentido; hacía una señal de la cruz después de la otra, repetía:
-Ego te absolvo… -así, maquinalmente.
-¡Ocho minutos! –anunció una voz de hombre entre la multitud.
El cura literalmente temblaba, sus pies golpeaban el mármol como los de un niño encaprichado.
-¿Y yo? ¿Y yo? –comenzó a suplicar, desesperado. Lo privaban de la salvación del alma esos malditos; que se los llevara a todos el diablo. Pero, ¿cómo liberarse? ¿Cómo ocuparse de sí mismo? Estaba a punto de llorar.
-¿Y yo? ¿Y yo? –preguntaba a los miles de postulantes, voraces del Paraíso. Ninguno le hacía caso.