Pocos días antes de casarme lo que me aterraba no era mirar el futuro y tratar de ver una vida común que debería durar para siempre. Tampoco los pormenores de una fiesta que detestaba pero que no podía eludir. Ni siquiera la ceremonia religiosa, a la que había accedido por ella. Me aterraba, en cambio, que debía confesarme. ¿En qué consistía ese rito, arrodillarse, narrarle las propias miserias a otro hombre? ¿Qué diría? ¿Qué callaría?
El Padre G. era amigo de la familia de Laura y por eso nos casaría él. Me sabía o me sospechaba ateo. En una pequeña reunión, en casa de los padres de Laura, aprovechó un momento en que los demás estaban en el comedor y se acercó.
-¿Miedo? –preguntó con una leve sonrisa.
Yo decidí decir la verdad.
-Sí, miedo. Pero no al casamiento. A usted le extrañará, pero…
-¿Lo aterroriza confesarse, verdad? –me interrumpió.
Me sorprendí y no lo disimulé.
-Es verdad. Me aterroriza.
-Entonces terminemos con este calvario ya mismo –decidió, mientras se sentaba en el sillón grande-. Venga, siéntese a mi lado.
Dudé un instante, pero obedecí con una docilidad que no esperaba de mí.
-Cierre los ojos. Haga un profundo examen de conciencia. En silencio. No necesito que me diga nada. No hay nada que Dios no sepa. Y yo no soy tan curioso.
Cerré los ojos. Noté el silencio. Hice lo que me dijo. Unos minutos después sentí que dibujaba con su mano una cruz en mi frente. Dijo que estaba perdonado.
-¿A que no fue tan terrible? –dijo.
Cuando abrí los ojos vi que se levantaba y me dejaba solo en la sala.
Pero se equivocaba. Había sido terrible. Todavía lo es. ¿Quién puede cargar con esta culpa?