domingo, 5 de abril de 2009

El hombre que admiraba a Dickens, de Evellyn Waugh

Aunque el señor McMaster había vivido en el Amazonas durante cerca de sesenta años, nadie, salvo unas pocas familias de indios shirianas, conocía su existencia. Su casa se levantaba en una pequeña sabana de unas tres millas de diámetro, completamente rodeada por la selva; era una de las pocas fracciones arenosas cubiertas de maleza que había en la región.
La corriente de agua que la regaba no se encuentra en ningún mapa; formaba algunos rápidos, siempre peligrosos, e infranqueables durante casi todas las estaciones del año, y corría a desembocar en el curso superior del río Uraricuera. El curso de este río está claramente trazado en todos los atlas escolares. Ningún habitante del distrito, excepto el señor McMaster, había oído jamás hablar de las repúblicas como Colombia, Venezuela, Brasil ni Bolivia; cada una de éstas en diversas épocas, había alegado derechos sobre esa región.
La casa del señor McMaster era mayor que la de sus vecinos, pero semejante a ellas: techo de hojas de palma, paredes levantadas a la altura del pecho y formadas de barro y cañas, y el piso de tierra. Poseía una docena, más o menos, de ganado flaco que pacía en la sabana, una plantación de mandioca, algunos árboles de banana y de mango, un perro y (cosa única en el vecindario) una escopeta de un solo caño que se cargaba por la culata. Los pocos objetos útiles que recibía del mundo exterior le llegaban por medio de una larga sucesión de mercaderes, después de haber pasado de mano en mano, a través de truques concertados en una docena de idiomas, en la extremidad de uno de los más largos hilos de la red que el comercio extiende desde Manaos hasta los remotos rincones de la selva.
Un día, mientras MacMaster se ocupaba de llenar los cartuchos, un indio shiriana le trajo la noticia de que un hombre blanco, solo y al parecer muy enfermo, venía del bosque y se acercaba al lugar. McMaster cerró el cartucho, cargó con él la escopeta, guardó en los bolsillos los cartuchos preparados y partió en la dirección indicada por el indio.
El hombre blanco ya salía de la selva cuando McMaster se acercó a él. Se había sentado en el suelo; era evidente que se sentía mal; estaba descalzo, sin sombrero, con las ropas tan desgarradas que sólo la humedad de su cuerpo las mantenía adheridas a la piel; sus pies estaban lastimados y muy hinchados. Cada parte visible de su piel había sido atacada por insectos y murciélagos; la fiebre hacía arder sus ojos. Estaba delirando, pero dejó de hablar cuando McMaster se le aproximó y le habló en inglés.
-Estoy cansado; no puedo seguir andando. Me llamo Henty y estoy cansado. Anderson murió. Hace de eso mucho tiempo. Supongo que usted me encontrará muy raro.
-Creo que está usted enfermo, amigo mío.
-Cansado solamente. Debe hacer ya varios meses que no he comido.
McMaster lo ayudó a ponerse de pie, y sosteniéndolo por los brazos, lo condujo por entre las matas de pasto en dirección a la granja.
-Estamos cerca. Cuando lleguemos, le daré algo que lo hará sentirse mejor.
-Es usted muy bueno. Veo que habla inglés; yo también soy inglés. Me llamo Henty –dijo el enfermo.
-Y bien, señor Henty, no se preocupe más. Usted está enfermo y ha recorrido un áspero camino. Yo lo cuidaré.
Marchaban con lentitud, pero finalmente llegaron a la casa.
-Tiéndase allí, en la hamaca; voy a buscar algo que darle.
McMaster se retiró al cuarto del fondo de la casa y sacó una cajilla de latón de debajo de un montón de pieles; estaba llena de hojas secas y pedazos de cortezas mezcladas; tomó un puñado de esta mezcla y salió en dirección al lugar donde ardía fuego. Cuando volvió, levantó con una mano la cabeza de Henty y con la otra le acercó a los labios una calabaza que contenía la tisana. El enfermo sorbía tembloroso el amargo líquido. Cuando acabó de beber, McMaster arrojó al suelo el resto. Henty se recostó en la hamaca, sollozando suavemente, pero no tardó en quedarse profundamente dormido.
“Desgraciada” fue el epíteto que la prensa aplicó a la expedición que Anderson emprendió hacia Parima y la región del alto Uraricuera, en el Brasil. La desgracia persiguió a la empresa en cada una de sus etapas, desde los arreglos preliminares iniciados en Londres hasta que se disolvió en el Amazonas. Fue debido a uno de los primeros contrastes que Paul Henty llegó a formar parte de ella.
No tenía espíritu de explorador; era un joven bien parecido, de carácter tranquilo, de gustos refinados y posición económica envidiable, nada intelectual, pero eximio juez de la buena arquitectura, de los ballets. No era un conocedor pero sí un coleccionista, y había recorrido las partes más accesibles del mundo; era muy apreciado por las damas que daban recepciones, y casi reverenciado por sus tías. Estaba casado con una joven encantadora y de excepcional belleza; ella trastornó el excelente orden de su vida al confesarle su afecto por otro hombre. Esto ocurría por segunda vez en ocho años de matrimonio. La primera vez había sido un fugaz entusiasmo por un profesional del tenis; la segunda pasión se la había inspirado un capitán de los Goldstream Guards, y era cosa más seria.
El primer pensamiento de Henty al recibir el choque de esta revelación fue salir a comer solo. Era miembro de cuatro clubes, pero en tres de ellos podía suceder que se encontrara con el amante de su mujer. Entonces eligió uno al que iba con escasa frecuencia. Era éste un club semiintelectual al que acudían publicistas, abogados y universitarios, que esperaban ser elegidos en el Ateneo.
Allí, después de comer, conversó con el profesor Anderson y por primera vez oyó hablar de la proyectada expedición al Brasil. La dificultad especial que retardaba los arreglos era causada por el desfalco de dos terceras partes de l capital de la expedición, cometido por el secretario. Los principales expedicionarios estaban listos: eran el profesor Anderson, el antropólogo Dr. Simmons, el señor Nécker, biólogo, y el señor Brough, inspector, operador inalámbrico y mecánico. Todos los aparatos científicos y de deportes estaban embalados, listos para ser embarcados, si las facilidades necesarias hubieran sido selladas y firmadas y firmadas por las autoridades del ramo; pero toda la empresa quedaría abandonada si no se conseguían mil doscientas libras esterlinas.
Ya se ha dicho que Henty era un hombre de buena posición económica. La expedición duraría de nueve meses a un año. Podía cerrar su casa de campo; pensó que su mujer querría permanecer en Londres, cerca de su enamorado. Henty podía cubrir con exceso la suma necesaria. El viaje presentaba cierto aspecto brillante que quizás despertaría las simpatías de su mujer, según esperaba él. Allí mismo, ante el fuego de la chimenea del club, se decidió a acompañar al profesor Anderson.
Esa noche, al regresar a su casa, comunicó a su mujer la decisión.
-¿Sí, querido?
-¿Estás segura de que has dejado de amarme?
-Querido, tú sabes que te adoro.
-Pero, ¿estás segura de que prefieres al capitán Tony No-Sé-Cuánto?
-¡Oh, sí! Lo amo mucho más. Pero es algo completamente diferente.
-Muy bien. Te propongo que no inicies el divorcio de aquí a un año. Así tendrás tiempo de reflexionar. La semana próxima yo partiré de viaje a Uraricuera.
-¡Cielos! ¿Dónde queda eso?
-No lo sé con certeza, pero es en alguna parte del Brasil, según creo. Es una región inexplorada. Estaré ausente un año.
-¡Pero, querido! ¡Qué poco original! ¿Es algo como los hombres de que hablan los libros, quiero decir, los que se ocupan de caza mayor y todo eso?
-Es evidente que ya has descubierto que soy muy poco original.
.Vamos, vamos, no te pongas desagradable. ¡Oh, el teléfono! Será Tony, probablemente. Si es él, ¿te molestaría que le hablaras a solas durante un momento?
Durante los diez días siguientes de preparativos, ella le demostró gran cariño. Por dos veces no recibió a su capitán para acompañar a Henty a las tiendas y elegir su equipo. Insistió en que comprara polainas de lana. La última noche que él pasaría en Londres, ella le dio una cena en el Hotel Embassy, permitiéndole que invitara a todos los amigos que quisiera. A él no se le ocurrió invitar a nadie más que al profesor Anderson, quien se presentó vestido de un modo muy raro, bailó infatigablemente y dejó una impresión desagradable. Al día siguiente, la señora acompañó a su marido hasta el tren que lo conduciría al punto de embarque y le regaló una frazada muy suave, de color celeste, dentro de una bolsa de piel de Suecia, del mismo color y con un monograma y con cierre relámpago. Besó a Henty al despedirse y le encareció que “se cuidara bien en ese sitio desconocido”.
Si hubiera ido hasta Southampton, la señora hubiera presenciado dos escenas dramáticas. El señor Brough, al cruzar la planchada, fue arrestado por una deuda de treinta y dos libras esterlinas. Esta detención fue causada por la gran publicidad que se dio a los peligros de la expedición. Henty arregló la cuenta.
La segunda dificultad no fue tan fácil de allanar. La madre del señor Necker llegó a bordo antes que los expedicionarios. Llevaba un diario editado por algunos misioneros en el que acababa de leer la descripción de las selvas del Brasil. Nada pudo inducirla a permitir que su hijo partiera, y afirmó que permanecería a bordo hasta que él desembarcara con ella. En caso necesario, ella iría con él, pero jamás le permitiría ir solo a esas selvas. Todos los argumentos fracasaron ante la tenaz anciana que finalmente cinco minutos antes del momento de la partida, se llevó a su hijo, dejando sin biólogo a la compañía.
Tampoco el señor Brough permaneció durante largo tiempo en su puesto. El barco en que viajaban tomaba pasajeros para un viaje de ida y vuelta. Brough no había estado a bordo ocho días todavía y apenas se había acostumbrado al movimiento del barco, cuando llegó a Manaos. Rechazó todas las exhortaciones para que siguiera adelante. Entonces Metí le prestó el importe del viaje de regreso, y al llegar a Sauthampton, renovó su compromiso con su primera novia y se casaron inmediatamente.
Los otros llegaron al Brasil y hallaron que todos los funcionarios a quienes estaban dirigidas sus cartas credenciales habían sido reemplazados. Mientras Henty y el profesor Anderson negociaban con los nuevos administradores, el doctor Simmons remontó el río hasta Boa Vista, donde estableció un campamento que serviría de base para las futuras operaciones, y allí depositó la mayor parte del aprovisionamiento; éste fue inmediatamente requisado por la guarnición de los revolucionarios; el doctor fue encarcelado por algunos días y sometido a tantas humillaciones diversas que, cuando fue puesto en libertad, muy irritado, se dirigió a la costa sin perder tiempo. En Manaos no se detuvo sino durante los días necesarios para comunicar a sus colegas que insistía en presentar personalmente su caso ante las autoridades centrales de Río.
Hacía apenas un mes que habían iniciado sus tareas. Henty y Anderson se encontraban solos, despojados de casi todas sus provisiones. No se podía pensar en la ignominia de regresar inmediatamente a Londres. Durante un breve tiempo pensaron que sería conveniente ocultarse unos seis meses en Madeira o en Tenerife, pero lo probable era que, aun allí, se descubriría la farsa a causa de las numerosas fotografías publicadas por los diarios ilustrados de Londres. Muy deprimidos, los dos exploradores partieron solos en dirección a Uraricuera, con pocas esperanzas de realizar algo que fuera útil para alguien.
Durante siete semanas remaron debajo de los verdes y húmedos túneles de la selva. Sacaron algunas instantáneas de indios desnudos y misántropos, y embotellaron algunas víboras. Pero todo esto se perdió cuando bote en que navegaban zozobró en los rápidos. Se indigestaron muchas veces ingiriendo nauseabundas bebidas en algunas fiestas indígenas; un buscador de oro venido de las Guayanas les robó lo poco que les quedaba de azúcar. Por último Anderson cayó enfermo de malaria. Tendido en su hamaca, murmuraba débilmente, y al cabo de algunos días cayó en estado comatoso y murió, dejando a Henty solo, con una docena de remeros maku, ninguno de los cuales hablaba en ninguno de los idiomas conocidos por el explorador. Volvieron la proa hacia la corriente del río y navegaron llevando un mínimo de provisiones y sin ninguna confianza mutua.
Una semana después de la muerte de Anderson, Henty se despertó un día y descubrió que su bote y sus remeros habían desaparecido durante la noche. A él no le quedaban sino su hamaca y su pijama, y se encontraba a doscientas o trescientas millas de la estación brasileña más próxima. Su impulso natural le impedía permanecer donde estaba, pero no sabía adónde ir. Echó a andar, siguiendo el curso del río; al principio tuvo la esperanza de encontrar alguna canoa. Pero no tardó la selva en presentarle apariciones fantásticas, sin ningún motivo razonable. Siguió adelante, vadeando arroyos o atravesando penosamente la selva.
Había creído siempre, aunque de un modo vago, que en las selvas había muchas cosas comestibles; que en ellas se corría peligro a causa de las víboras, de los salvajes y de las fieras, pero no del hambre. Ahora veía que no era así. La selva se componía exclusivamente de inmensos troncos de árboles, enclavados en una maraña de zarzas espinosas y de lianas; nada de esto era nutritivo. El primer día sufrió horriblemente. Después se sintió como anestesiado. Los desconcertaba especialmente la conducta de los indígenas, que salían a su encuentro vestidos con librea de lacayos, le traían la comida: después desaparecían de modo inexplicable o levantaban las tapas de las fuentes y descubrían tortugas vivas. Muchas personas que lo conocieron en Londres, ahora corrían en torno suyo, burlándose de él y le hacían preguntas a las que no sabía contestar. También apareció su mujer, y él se alegró de verla, entendiendo que se había cansado de su capitán y había venido a buscarlo; pero también ella desapareció como todos los otros.
Entonces se acordó que era absolutamente necesario que llegara a Manaos. Redobló su energía y siguió adelante, tropezando con grandes piedras en el lecho del río y enredándose en las lianas. “No debo malgastar mi energía”, pensó. Después se olvidó de eso y de todo; no se dio cuenta de nada más hasta que se vio tendido en una hamaca, en la casa de McMaster. Su convalecencia fue lenta. Al principio sus días de lucidez se alternaban con los de delirio; después le bajó la temperatura y recobró el conocimiento, aunque seguía muy enfermo. Los días de fiebre fueron menos frecuentes, y por último se presentaron según el sistema que es normal en los trópicos, es decir, entre largos períodos de salud relativa. McMaster le daba con regularidad sus tisanas.
-Es muy desagradable pero hace bien –decía a Henty.
-En la selva hay remedios parta todo –afirmaba McMaster-. Los hay para curar y para enfermar. Mi madre era india y me enseñó muchos de ellos. He llegado a conocer otros por medio de mis diferentes mujeres. Hay plantas para curar y para dar fiebre, para matar y para enloquecer, para alejar las víboras, para anestesiar a los peces de manera que puedan tomarse del agua como las frutas de un árbol. Hay muchas medicinas que yo no conozco. Dicen que es posible devolver la vida a un muerto, aun después que ha comenzado a descomponerse, pero eso no lo he visto.
-¿es usted inglés?
-Mi padre era inglés, de las Barbadas; vino como misionero a la Guayana Inglesa. Estaba casado con una mujer blanca pero la dejó en la Guayana para ir a buscar oro. Entonces tomó a mi madre. Las mujeres shirianas son feas, pero muy fieles. Yo he tenido muchas. La mayoría de los hombres y mujeres que viven en esta sabana son hijos míos. Es por eso que me obedecen, por eso y por la escopeta. Mi padre vivió hasta una edad avanzada. No hace veinte años que murió. Era un hombre educado. ¿Usted sabe leer?
-Sí, naturalmente.
-No todos son tan afortunados. Yo no sé.
Henty se rió.
-Me parece que aquí no hay muchas oportunidades para leer.
-¡Oh, sí! Precisamente aquí tengo muchos libros. Le mostraré algunos cuando usted esté mejor. Hace unos cinco años había aquí un inglés, un negro que se había educado en Georgetown. Murió. Acostumbraba a leerme todos los días hasta que murió. Usted me leerá cuando se encuentre mejor.
-Tendré mucho gusto en hacerlo.
-Sí, usted me leerá –repitió McMaster haciendo inclinaciones de cabeza y con la calabaza en la mano.
Durante los primeros días de su convalecencia Hentu conversó poco con el dueño de casa. Permanecía en la hamaca mirando hacia el techo de palmas y pensando en su mujer. Se repetía una y otra vez diversos incidentes de su vida conyugal, incluyendo sus amoríos con el profesional de tenis y con el militar. Los días, de doce horas exactas cada uno, transcurrían sin ninguna diversidad. McMaster se retiraba a dormir al ponerse el sol, y dejaba una pequeña lámpara encendida, que era una mecha tejida a mano y sumergida en un recipiente de grasa, para alejar a los murciélagos vampiros.
La primera vez que Henty salió de la casa lo llevó a dar un corto paseo en torno a la granja.
.Le mostraré la tumba del negro –dijo conduciéndolo a un montículo que había entre los árboles de mangos-. Fue muy bueno conmigo. Todas las tardes, hasta que murió, solía leerme dos horas. Creo que voy a poner una cruz para conmemorar su muerte y la llegada de usted; es una linda idea. ¿Cree usted en Dios?
-Nunca he pensado mucho en eso.
-Usted tiene mucha razón. Yo he pensado mucho en ello y todavía no sé… Dickens lo sabía.
-Supongo.
-¡Oh, sí! Es evidente en todos sus libros. Usted lo verá.
Esa tarde McMaster comenzó la construcción que colocaría a la cabecera de la tumba del negro. Trabajaba con una gran herramienta, en una madera tan dura que raspaba y resonaba como si fuera metal.
Por último, cuando Henty hubo pasado seis o siete días consecutivos sin fiebre, McMaster le dijo:
-Creo que ahora usted está bastante bien para leer los libros.
En un extremo de la choza había una especie de sobrado formado por una tosca plataforma apoyada en los aleros del techo. McMaster apoyó en él una escalera de mano y subió. Henty lo siguió vacilante todavía, después de su enfermedad. McMaster se sentó en el borde de la plataforma y Henty quedó en lo alto de la escalera de mano mirando en torno suyo. En el sobrado había una cantidad de pequeños envoltorios atados con trapos, hojas de palmera y cueros sin curtir.
-Ha sido difícil alejar a los gusanos y a las hormigas. Dos están casi destruidos, pero hay un aceite muy útil que los indios saben preparar.
Desenvolvió el atado más próximo y dio a Henty un libro encuadernado en cuero de becerro. Era una antigua edición americana de Bleak House.
-No importa con cuál empecemos.
-¿Le gusta Dickens?
-Sí, naturalmente. Algo más que gustarme, mucho más. Vea usted, son los únicos libros que he oído leer. Mi padre solía leerlos, y después el hombre negro… y ahora usted. Los he oído leer varias veces, pero nunca me cando; siempre hay algo más que aprender y que notar, tantos caracteres, tantos cambios de escena, tantas palabras… Tengo todos los libros de Dickens, menos los que las hormigas devoraron. Se tarda mucho tiempo en leerlos todos, más de dos años.
-Y bien –dijo Henty alegremente-, durarán tanto como mi visita.
-¡Oh, espero que no! Me encanta comenzar de nuevo. Cada vez yo encuentro algo más que admirar.
Bajaron el primer volumen de Bleak House y esa tarde Henty comenzó su lectura.
Siempre le había gustado leer en voz alta, y durante el primer año de su casamiento, había compartido varios libros leyéndolos con su esposa, hasta que un día, en uno de sus pocos momentos confidenciales, ella le dijo que para ella era una tortura. Algunas veces, después de eso, él había pensado que sería agradable tener hijos a quienes leerles. Pero McMaster era un auditorio especial, único. El anciano se sentaba a caballo sobre su hamaca, enfrente de Henty, fijando en él los ojos y siguiendo en silencio las palabras, con sus labios. A menudo, cuando se presentaba un nuevo personaje, él decía: “repita el nombre, lo he olvidado”, o también: “sí, sí, lo recuerdo bien… La pobre mujer se muere”. Frecuentemente interrumpía haciendo preguntas, no las que Henty hubiera creído referentes a las circunstancias de la historia, tales como los procedimientos del Tribunal de Lord Chancellor o las convenciones sociales de la época, aunque debían haber sido ininteligibles para él, amén de que no le interesaban, pero siempre referentes a los personajes.
-Veamos ¿por qué dice eso ella? ¿Lo cree así realmente? ¿Se sentía desvanecer a causa del calor del fuego o de algo que se decía en ese papel?
Celebraban las bromas con grandes risas, hasta en algunos pasajes que a Henty no le parecían humorísticos, y le pedía que se los repitiera dos o tres veces. Después, al oír la descripción de los sufrimientos de los abandonados en “Tom-all-alone” le corrían las lágrimas por las mejillas y se perdían en su barba. Sus comentarios sobre la narración eran generalmente sencillos: “Creo que ese Deadlock es un hombre muy orgulloso”, o si no: “La señora Jelliby no cuida bastante a sus hijos”. Henty disfrutaba tanto de aquellas lecturas como McMaster.
Al final del primer día el anciano dijo:
-Usted lee espléndidamente, con mucho mejor acento que el negro. Y usted explica mejor. Es casi como si mi padre estuviera aquí otra vez.
Y siempre, al terminar una sesión, le agradecía cortésmente a su huésped.
-Me ha gustado mucho eso; fue un capítulo muy angustioso. Pero si es que recuerdo bien, todo termina de modo satisfactorio.
Cuando comenzaron la lectura del segundo volumen, la novedad y el encanto del viejo habían empezado a disminuir, y Henty se sentía ya bastante fuerte como para inquietarse. Más de una vez abordó el tema de su partido, inquiriendo el tema de las canoas, las lluvias y la posibilidad de encontrar guías. Pero McMaster parecía no comprender y no prestaba la menor atención al tema.
Un día, recorriendo con el pulgar las páginas de Bleak House que les faltaba leer, Henty dijo:
-Nos falta mucho todavía para terminar. Espero poder finalizar el libro antes de mi partida.
-¡Oh, sí! –dijo McMaster-. No se preocupe por eso. Amigo mío. Tendrá tiempo para eso.
Por primera vez, Henty notó cierto tono amenazante en la voz de su protector. Esa noche, a la hora de la cena, que consistió en un plato de fariña y carne seca, servido antes de la puesta de sol, Henty renovó el tema:
-Usted ve, señor McMaster, que ha llegado la hora en que debo pensar en volver a la vida civilizada. He abusado ya de su hospitalidad.
McMaster se inclinó sobre su plato ingiriendo grandes bocados de fariña, pero guardó silencio.
-¿Cuándo cree usted que podré conseguir un bote?... Digo que ¿cuándo cree usted que podré conseguir un bote? Yo aprecio más de lo que puedo expresar todas las bondades que usted ha tenido para mí, pero…
-Amigo mío, cualquier cosa que yo haya hecho por usted está ampliamente recompensada con su lectura de Dickens. No volvamos a mencionar el tema.
-Me alegro que usted lo haya disfrutado. Yo también. Pero debo pensar en mi regreso…
-El negro decía lo mismo. Pensaba en eso mismo todo el tiempo. Pero murió aquí…
Al día siguiente Henty abordó el tema dos veces, pero el viejo se mostró evasivo. Por último le dijo:
-Discúlpeme, señor McMaster, pero debo insistir sobre el punto. ¿Cuándo podré contar con un bote?
-No hay botes.
-Pero los indios pueden construir uno.
-Hay que esperar las lluvias. No hay bastante agua en el río ahora.
-¿Cuánto hay que esperar?
-Un mes… dos meses.
Habían terminado Bleak House y estaban cerca del final de Dombey and Son, cuando empezaron las lluvias.
-Ahora es el momento de hacer preparativos para mi partida.
-¡Oh, imposible! Los indios no harán ningún bote durante la estación de las lluvias, es una de sus supersticiones.
-Usted debió habérmelo dicho.
-¿Y no se lo dije? Me habré olvidado.
A la mañana siguiente, mientras McMaster se hallaba ocupado, Henty salió solo, y aparentando estar despreocupado, se dirigió a la sabana, hacia el grupo de cabañas. En la puerta de una de ellas se hallaban sentados cuatro o cinco indios shirianas. Lo miraron cuando Henty se aproximó. Les habló empleando las pocas palabras de la lengua maku que había aprendido durante su viaje, pero no dieron señales de haber comprendido. Entonces dibujó la silueta de un bote en la arena y les indicó algunos movimientos de carpintería y luego insinuó el gesto de darles fusiles, sombreros y algunos otros artículos de comercio. Una de las mujeres se rió, pero nadie demostró haber comprendido y él se retiró descontento.
Durante el almuerzo McMaster le dijo:
-Señor Henty, los indios me han dicho que usted intentó hablarles. Es mejor que se entienda conmigo para lo que desee, porque ellos no harán nada sin mi autorización. Se consideran hijos míos, y en su mayoría tienen razón.
-Es cierto. Fui a preguntarles por una canoa.
-Eso es lo que me dieron a entender. Y ahora, si usted ha terminado su comida, podemos empezar otro capítulo. Estoy completamente absorbido por ese libro.
Terminaron Dombey and Son; había pasado casi un año desde que Henty saliera de Inglaterra, y la terrible perspectiva de su exilio definitivo empezaba a torturarlo cuando, entre las páginas de Martin Chuzzlewit, encontró un papel escrito con lápiz en caracteres irregulares:
“Año 1919. Yo, James McMaster, de Brasil, hago jurar a Barnabas Washington de Georgetown, que si termina el libro titulado Martin Chuzzlewit, lo dejaré irse tan pronto termine”.
Seguía una gruesa X hecha con lías y luego: McMaster hizo esta señal, firmado Barnabas Washington”.
-Señor McMaster –dijo Henty-, quiero hablarle francamente. Usted me salvó la vida y estoy dispuesto a recompensarlo del mejor modo posible cuando vuelva a la civilización. Le daré a usted todo lo que sea razonable. Pero ahora usted me está reteniendo aquí contra mi voluntad. Pido que se me deje en libertad.
-Pero, amigo, ¿qué es lo que lo retiene? Usted es libre. Puede irse cuando quiera.
-Bien sabe usted que no puedo irme sin su ayuda.
-En ese caso, usted tiene que conquistar a un viejo. Léame otro capítulo.
-Señor McMaster, juro por lo que usted quiera que cuando yo llegue a Manaos le enviaré una persona que tome mi lugar. Pagaré a un hombre para que le lea durante todo el día.
-Pero es que yo no necesito otro hombre. ¡Lee usted tan bien!
-He leído por última vez.
-Espero que no –repuso McMaster cortésmente.
Esa noche se trajo para la cena un solo plato de carne seca y fariña y McMaster comió solo. Henty permaneció silencioso, mirando el techo de palmas.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, se puso un solo plato delante de McMaster, que tenía el fusil cargado sobre sus rodillas mientras comía. Henty reanudó la lectura de Martin Chuzzlewit donde la había interrumpido.
Las semanas pasaban sin esperanza. Leyeron Nicolas Nickleby y Little Dorrit y Oliver Twist. Entonces llegó a la sabana un extraño mestizo buscador de oro, uno de esos solitarios que vagan por los bosques durante toda su vida, siguiendo los arroyos y tamizando las arenas y llenando gramo a gramo su bolsita de cuero con polvos de oro, y que a menudo mueren por la intemperie y el hambre, con su carga de oro por valor de quinientos dólares colgada del cuello.
McMaster se sintió contrariado con su llegada, le dio fariña y passo y lo hizo reanudar la marcha al cabo de una hora. Pero en esa hora Henty tuvo tiempo de garabatear su nombre en una tira de papel y ponerla en la mano del hombre.
Ahora había una esperanza. Los días continuaron con su invariable rutina; café al amanecer, una mañana de inacción mientras McMaster se ocupaba de asuntos de la granja, fariña y passo al mediodía, Dickens por la tarde, fariña y passo y algunas veces fruta al caer la noche, silencio desde la puesta del sol hasta el alba con el pequeño pabilo ardiendo en grasa y el techo de palmas apenas discernible sobre la cabeza. Pero Henty vivía confiado y esperaba.
Alguna vez el buscador de oro llegaría a alguna aldea brasileña con la noticia de su descubrimiento. El desastre de la expedición de Anderson no podía haber pasado inadvertido. Henty se imaginaba los titulares con que la noticia habría aparecido en los diarios, posiblemente había gente que los estaba buscando y recorría la región que ellos habían atravesado, cualquier día podrían oírse voces hablando en inglés en la sabana, y un grupo de aventureros amistosos se precipitarían a través de la selva. Cuando estaba leyendo, aunque sus labios seguían maquinalmente las páginas impresas, su pensamiento vagaba lejos de su oyente, que lo escuchaba anhelante. Comenzaba a imaginar los incidentes de su vuelta al hogar, los encuentros graduales con la civilización. Se afeitaría y vestiría con ropas nuevas en manaos, telegrafiaría pidiendo dinero, recibiría telegramas de felicitación, disfrutaría del viaje por la lenta corriente del río hasta Belem; el gran transatlántico que lo llevaría a Europa, saboreaba ya el buen clarete y la carne fresca y las verduras primaverales, se sentía tímido ante sus esposa e indeciso acerca de lo que iba a decirle…
-Querido, has tardado mucho más de lo que dijiste. Te creía perdido…
De pronto McMaster interrumpió:
-¿Puedo molestarlo para que me lea ese pasaje otra vez?
Pasaron varias semanas. No había señales del rescate, pero Henty soportaba cada día con la esperanza de que podía suceder mañana. Hasta llegó a sentir cierta cordialidad hacia su carcelero y se sintió muy bien dispuesto a seguirlo cuando una tarde, después de un conciliábulo con un indio vecino, McMaster propuso celebrar una fiesta.
-Es una fiesta local –explicó- y han estado haciendo piwari. Tal vez a usted no le guste, pero tiene que probarlo. Iremos a casa de ese hombre esta noche.
Después de la comida se reunieron esa noche con un grupo de indios que estaban alrededor del fuego en una de las cabañas al otro lado de la sabana. Cantaban de modo apático y monótono, pasando de uno a otro una gran calabaza de líquido que iba de boca en boca. A Henty y McMaster les dieron una calabaza a cada uno y hamacas para sentarse.
-Hay que beberlo de una vez sin dejar el recipiente. Ésa es la etiqueta.
Henty probó el líquido oscuro, procurando no paladearlo. Pero no lo halló desagradable. Era áspero y denso al paladar, como la mayor parte de las bebidas que había probado en el Brasil, pero tenía gusto a miel y a pan moreno. Se echó atrás en la hamaca sintiéndose insólitamente contento. Tal vez en esos momentos sus salvadores estaban a escasa distancia de allí. Mientras tanto, él se sentía reconfortado y soñoliento. La cadencia del canto se elevaba y descendía, interminable, litúrgica. Le ofrecieron otra calabaza de piwari y él la devolvió vacía. Yacía extendido, mirando el juego de luces y sombras en el techo de palmas, cuando los shirianas comenzaron la danza. Cerró los ojos pensando en Inglaterra y su esposa y se quedó dormido.

Se despertó en la cabaña india con la sensación de haber dormido más de lo acostumbrado. Por la posición del sol, vio que era la tarde. No había nadie allí. Iba a ver la hora y descubrió con sorpresa que su reloj no estaba en su muñeca. Pensó que tal vez lo había dejado en la casa, antes de venir a la fiesta.
-Debo haberme embriagado anoche –pensó-. ¡Bebida traidora!
Sentía dolor de cabeza y temía que volviera la fiebre. Cuando puso los pies en el suelo, encontró que tenía dificultades para pararse. Su andar era inseguro y se sentía mareado, como en los días de su convalecencia. En su camino a través de la sabana, se vio obligado a detenerse una vez más, cerrando los ojos y aspirando el aire a todo pulmón. Cuando llegó a la casa, encontró a McMaster esperándolo.
-Amigo mío, se le ha hecho tarde para la lectura hoy. Apenas queda media hora de luz. ¿Cómo se siente?
-Mal. Esa bebida no me conviene.
-Le daré vulgo para que se sienta mejor. En la selva hay remedios para todo, para despertarlo y para hacerlo dormir.
-¿Ha visto mi reloj en alguna parte?
-¿Lo ha perdido?
-Sí. Creí haberlo llevado puesto. Nunca he dormido tanto.
-Seguro que no, desde que era niño. ¿Sabe cuánto tiempo durmió? Dos días.
-No… no puede ser
-Sí, así es. Es mucho tiempo. Es una lástima porque perdió una visita.
-¿Visitas?
-Sí. He estado muy entretenido mientras usted dormía. Eran tres hombres extranjeros, ingleses. Es una lástima que usted no los haya visto. Y una lástima para ellos también, porque deseaban verlo. Pero, ¿qué podía yo hacer? ¡Usted estaba tan profundamente dormido! Vinieron a buscarlo, y como usted no pudo recibirlos, les di su reloj, pensando que a usted no le importaría eso, para que se llevaran ese pequeño recuerdo. Deseaban algo suyo para llevarle a su esposa, que había ofrecido una recompensa a quien le diera noticias suyas. Se mostraron muy satisfechos con el reloj. Tomaron fotografías de la cruz que yo levanté conmemorando su llegada. Les agradó mucho también. Se contentaron muy fácilmente. Pero creo que no nos volverán a visitar, muestra vida aquí es tan retirada…no hay más placer que la lectura… Supongo que no han de volver. Le daré alguna medicina para que se sienta mejor. Le duele la cabeza, ¿no es cierto?... Hoy no leeremos a Dickens… pero sí mañana, y pasado mañana y todos los días. Empecemos otra vez con Little Dorrit. Hay pasajes en ese libro que nunca puedo oír sin sentir ganas de llorar.