domingo, 5 de abril de 2009

Los libros de mi vida, de Ignacio J. Kearney

De pie, delante de treinta y tantos alumnos, hablando sobre libros, claro, pero sobre otros libros, quién sabe por qué, recordé, o más bien me interrumpieron el pensamiento (el pensamiento, las palabras, las digresiones, la mirada dirigida al fondo del salón) algunas escenas de la novela de Harold Clift que había terminado de leer algunos días an-tes y que ya había comenzado a olvidar, a guardar en la memoria. Y ya no pude conte-nerme. Debía salir de inmediato de allí, dejar la clase, los alumnos, dejar el edificio, tomar el primer taxi que apareciera por Marcelo T. de Alvear e ir con urgencia a mi de-partamento, a mi escritorio, y escribirlo, dejarlo sentado, asentado. Y pronto, todo debía ser hecho pronto, antes de que esa sensación de haber descubierto algo me abandonara. Porque, bien lo sé, estas sensaciones suelen comportarse como ciertos sueños que, a medida que uno va despertando, a medida que uno se aleja de sus dominios y se interna, el recuerdo los deja atrás, se resiste a retenerlos y se pierden de vista irremediablemen-te, como la vaga idea de un aroma que alguna vez respiramos pero que ya no podemos precisar. La tenue sensación del misterio se desvanece.

Pero cuando caminaba por calle buscando un taxi libre, pensé que aun así tardaría mu-chísimo, que diez o quince minutos eran demasiado tiempo, de manera que entré en un bar, el de siempre, en la primera esquina, y me puse a escribir.

Es que había aparecido Paula, el olvidado recuerdo de Paula, las palabras que en una época al menos había pertenecido a Paula, y entonces casi también a mí mismo. Todo estaba allí, sin duda alguna, en la novela de Clift. Sencillamente me di cuenta de que el personaje femenino del libro de Clift era Paula. No había parecidos, similitudes, meras coincidencias. Nada de eso.

Por supuesto que ya había notado, mientras leía en el sillón del living entre las tardes y las noches, algunas coincidencias, pero esas coincidencias de pronto dejaron de tener importancia para dejarle paso a una certeza espontánea, si es que se la puede llamar así. Cuando mi pensamiento se distrajo con otras palabras, con otros libros, tuve la certeza. Y en un momento lo supe.

De vuelta en mi casa tomé el libro del estante y comencé a releer algunos capítulos, sal-teando páginas, buscando el personaje de Meg, las páginas en las que Meg se revelaba y se revela como Meg, cuando Meg es realmente Meg, que ahora, en esta suerte de relec-tura y de labor casi detectivesca, empezaba a dejar de serlo para convertirse en Paula.

Las frases coincidían, el vocabulario era muchas veces el mismo. Las palabras de Meg eran las palabras que solía decir Paula en aquellos años, que no dejaban de pasar nunca. Es cierto que en algunas circunstancias algunas mujeres repiten más o menos las mis-mas frases, pero no era menos evidente que allí había algo más. La descripción física, claro, no tenía ninguna relación con Paula, excepto quizás la altura y que también Meg, en el libro, era una mujer hermosa. Pero me refiero al espíritu del personaje, más allá de los los pequeños gestos, las palabras y demás. Aunque hay detalles y frases que nos hacen inconfundibles. Hay detalles triviales que nos pueden definir o identificar. Deta-lles que nos distinguen.

Ahora bien, Harold Clift había muerto cuando Paula apenas era una niña muy pequeña, apenas iría al jardín de infantes, si es que quería especular con un imposible. Y quizás esto era lo peor. Ese imposible hubiera sido un imposible propio de la realidad, pero debía descartar que se hubiesen conocido, que Harold Clift, sentado frente a su máquina de escribir, hubiese pensado en alguna mujer conocida al describir y darle vida a Meg, y que esa mujer real hubiera sido Paula. Pero allí estaba Meg, y desde luego que allí esta-ba Paula, a quien Harold Clift jamás había conocido ni podido conocer, pero cuya má-quina de escribir de alguna manera había previsto, anticipado, adivinado, ¿quién sabe? En sus páginas estaban su carrera universitaria, sus entusiasmos incomprensibles por las relaciones entre la literatura y la política, la sociedad, el feminismo. Estaban los desen-cuentros permanentes con su madre, el orgullo por un abuelo que jamás conoció pero que a través de las palabras y de su recuerdo era toda una leyenda familiar y personal. Sus progresos en la cátedra de la facultad, el viaje a una universidad norteamericana, todo estaba allí. Pero yo no. Yo no era Charles, el novio alternativo y perenne de Meg. Yo no era el periodista conocido en la presentación de una novela espantosa, no era el ocasional profesor universitario dedicado al periodismo literario para una revista de cierto prestigio.

Pensé en casualidades, probabilidades, sorpresas de la estadística, me pregunté hasta que punto somos únicos e irrepetibles como queremos creer y como nos gusta creer, como no podemos dejar de creer. Esa necesaria fe en nuestra exclusividad. También es posible hablar de coincidencias sólo advertidas por mí (es que eso era lo importante, que yo advertía las coincidencias hasta tal punto que me resisto a llamarlas de esa ma-nera), o de las trampas del inconsciente. Acepté alguna o todas estas posturas durante los primeros días, cuando ya todo había dejado de ser una novedad, cuando me había acostumbrado al escándalo de una repetición impensada, y porque debía seguir con la parte de mi vida que deja afuera a Harold Clift, fuera los arrebatos de Meg, la memoria involuntaria de Paula y toda la trama de una novela primero leída y ahora investigada. Había clases que dar, horarios que cumplir y, casi paradójicamente, otros libros de los que hablar, otros libros que leer, otros libros para subrayar y luego explicar.


Intenté distraerme de mi vida. Una tarde fui al cine a ver una película cualquiera; otra, caminé por algún barrio poco conocido y lleno de árboles. Compré música, compré un libro. Leí a John P. Doyle. Irlanda, Dublín, los personajes que vagabundean por la ciu-dad, los bares que parecían interminables, casi infinitos, y Lissi, a los cuarenta y tantos años, contando la historia de su vida, su matrimonio, feliz y desastroso, los sueños in-cumplidos, las esperanzas y la desazón, sus hijos, su juventud, su adolescencia: Ofelia. Se llamaba Lissi, había nacido en Dublín, al igual que su marido que la había abando-nado, pero detrás de ciertas trivialidades, detrás de ciertas descripciones del todo acci-dentales, era Buenos Aires, era Ofelia. Como antes Paula, ahora era Ofelia.

Y esta vez tampoco había lugar para ninguna duda. Y si bien puedo decir que no había olvidado lo sucedido entre Paula, Meg y la trama inventada o anticipada por un escritor inglés, no esperaba una situación similar en ninguna otra novela. Que hubiera sucedido una vez ya era bastante escandaloso, aunque esperara que hubiera alguna explicación hasta ahora ignorada. Pero, ¿qué hacer frente a una historia que amenazaba repetirse?

Y todo sucedió tan sencilla, tan naturalmente. Ni siquiera conocía a Doyle como escri-tor. Cuando leí la crítica tan elogiosa en la sección cultural del diario del domingo, en-tonces creí recordar que alguien me había hablado alguna vez de él. El mejor escritor de su generación, me habían dicho, como si semejante frase quisiera decir algo. Recuerdo que me avergoncé un poco porque ni siquiera conocía su nombre. Y el nombre de John P. Doyle, “el mejor escritor irlandés de su generación”, según la frase de algún amigo, quedó allí, en algún lugar de la memoria y del olvido, que recién despertó al leer la cró-nica del libro en el diario del domingo.

Mi lectura avanzaba lentamente. Eran días en los que el trabajo no me dejaba mucho tiempo libre, para leer lo que tenía ganas de leer. Eran días de libros obligados, de lec-turas obligadas, días de exámenes por tomar y corregir. Mi vida me alejaba de Doyle, me demoraba para llegar a él.

De manera que su libro me esperó durante algunas semanas en la mesita de luz. Pero cuando comencé a leerlo, a dejarme llevar por la historia y por las palabras que me la ofrecían, me encontré en Dublín, en los años 60, en la juventud de la protagonista con-tando su propia historia. La traducción hecha en España, y por lo tanto terrible por mo-mentos, me molestaba y de a ratos quería dejar el libro de lado, ya harto de un argot madrileño.

Y poco a poco dejé caer el libro sobre las rodillas, mientras miraba a cualquier otro la-do y recordaba a Ofelia. La historia narrada por Lissi me recordaba a Ofelia. Hay veces en que basta cualquier accidente, por pequeño que sea, para soñar con la mujer que se ama, se ama y no se tiene, se ama y se ha perdido. Y luego las coincidencias (no sé por qué sigo aceptando esta palabra) se fueron amontonando, agrupando, casi clasificando. Aquí su matrimonio terrible; allí sus hijos y la única alegría de Lissi; más acá los re-cuerdos de la adolescencia y quién podría haber adivinado entonces que el futuro sería de esa manera. Fue casi como un dibujo que comienza a formarse muy lentamente, de una manera inesperada, pero que fuera (muy lentamente) convirtiéndose en una imagen determinada, conocida, amada también. Así aparecieron o fueron apareciendo los ras-gos de Ofelia.

Los hijos de Lissi eran los hijos de Ofelia. Lauri y su afición por la pintura, los crayones de colores y sus muestras de afecto infinito; Sebastián, siempre tan pequeño, siempre tan hombrecito, tan inocente y a la deriva, entre el amor difícil de entender de su padre y el amor incondicional de Lissi. Ofelia abrazando a su hijo como si quisiera volverlo a su vientre, hasta que fuera casi exclusivamente suyo, sentirse madre todo el tiempo. Y las voces infantiles, interminables o eternas en la novela de Doyle, en la vida de Lissi y en la vida de Ofelia.

El pequeño Stephen baila con casi cualquier música en las páginas de Doyle. Sebastián también era capaz de crear una coreografía para las sinfonías de Mozart.

Leo la vida de Lissi y hablo con ella, hablo con ella como si hablara con Ofelia. Co-mienzo a amar a los hijos de Lissi como comencé a amar a Lauri y a Sebastián, casi sin haberlos visto nunca, salvo a través de las palabras de Ofelia. Mi amor real animado por personajes ficticios, por una historia inventada por un escritor irlandés que jamás pudo conocer o conoció a Ofelia, pero que, sin embargo, escribía buena parte de su historia.

Yo mismo ahora, abrigado, porque todavía hace frío en Buenos Aires. Camino y me de-tengo en las librerías. La solapa de la novela de Doyle habla de otras tres obras publica-das. Es evidente que debo leerlas. Es evidente que no puedo dejar de pensar en ellas, buscar en ellas parte de mi pasado, del pasado de la mujer que amo y que ha dejado de amarme. Las librerías de Buenos Aires, los empleados encaprichados en que lleve otra novela ya que la de Doyle, lamentablemente... No tenía demasiado dinero, pero podía prescindir de muchas cosas antes de dejar de leer sus otros libros. Y buscar los libros de Doyle es una manera de buscar a Ofelia, ya lo sé, una manera de encontrarla.

Aquí, allí encuentro los otros tres libros de Doyle. Pero no están ni Paula ni Ofelia ni ninguno de los chicos, ni nadie conocido.

No sé cómo sucedió todo esto. Ignoro si puede volver a suceder. No quiero especular con ninguna otra idea. Pero algo más es cierto. Hay otra coincidencia (no puedo resig-narme a esta palabra). Ni en las novelas de Harold Clift ni en las de John P. Doyle apa-rece nadie parecido a mí junto a Meg, que es Paula, o junto a Lissi, que es indiscutible-mente Ofelia. Ninguno de ellos me previó o, si lo hicieron, no me juzgaron importante, y me descartaron de la trama.

Igual que Paula, igual que Ofelia, que también me juzgaron de esa manera y me descar-taron de sus vidas.