El hombre que había llamado a mi puerta era muy alto, de una delgadez casi enfermiza, vestía un gastado traje oscuro, de invierno, en pleno mes de enero, corbata azul marino o negra. Recuerdo que pensé en un personaje de Melville. Llevaba también una gran valija.
-Buenas tardes dijo-. Ofrezco biblias.
No sé bien cómo fue que lo invité a pasar, a sentarse en uno de los sillones. Me dio pena verlo enfundado en ese traje como en un abrigo en un día tan caluroso.
No aceptó la bebida que le ofrecí, tampoco quiso dejar el saco sobre el respaldo de una de las sillas. En cambio abrió la valija y acomodó sobre la mesa varios ejemplares de la Biblia. Variaban en el tamaño, en la encuadernación. También en las traducciones, según me aseguró.
Hay dos biblias en mi departamento, una es una versión luterana, casi heredada, que tiene varios años, grande, un poco incómoda para leer si no se dispone de una mesa o hasta de un atril. La otra es una versión católica, más manuable, que está sobre mi mesa de luz. Siempre creo que la leeré por las noches. Quiero decir que no necesitaba otro ejemplar. Pero ver a ese hombre, acalorado y visiblemente pobre, hablando con tanto entusiasmo, hasta con autoridad, de las Escrituras me conmovió. Si demoré la conversación fue por compasión, porque pensé que al menos por unos momentos descansaría del calor abrumador de la calle.
Miré sin mayor interés algunos ejemplares. Pasé las páginas con disimulada distracción. Finalmente me decidí por un ejemplar mediano, de tapas flexibles, con una letra más bien grande.
-Me ha convencido –lo interrumpí-. Le compraré una Biblia.
Pareció sorprendido y decepcionado a la vez. Apenas me miró mientras comenzaba a acomodar los libros en su valija. Se puso de pie lentamente y dijo:
-Usted no ha comprendido. Yo no vendo biblias. Sólo las ofrezco.