jueves, 23 de abril de 2009

El vengador, de Anton Pavlovich Chejov

Inmediatamente después de haber sorprendido a su mujer en el lugar del delito, se encontraba Fédor Fedorovich Sigaev en el negocio de armas de Schmuks y Cº eligiendo el revólver que mejor le pudiera servir. Su rostro expresaba ira, dolor y una decisión irrevocable.
“Sé lo que tengo que hacer –pensaba-. Cuando son profanados los fundamentos de la familia y el honor es pisoteado en el barro y triunfa el vicio…, yo, como ciudadano y hombre honrado, debo ser el vengador. La mataré primero a ella, luego a su amante y después me mataré yo”.
No había elegido todavía el revólver ni matado a nadie, cuando ya empezaba su imaginación a dibujarle tres cadáveres ensangrentados con los cráneos triturados y los sesos fluyendo… Barullos, tropeles de curioso y autopsias.
Con la insana alegría del hombre ofendido, imaginaba el horror de los parientes y del público, la agonía de la traidora, y hasta le parecía leer ya con el pensamiento los artículos de la primera plana comentando la descomposición de los fundamentos de la familia.
El empleado del negocio, un tipo inquieto, afrancesado, de pequeño vientre y chaleco blanco, le presentaba los revólveres, y haciendo chocar los talones, decía sonriendo respetuosamente:
-Yo aconsejaría a monsieur que llevara este magnífico modelo del sistema Smith y Wesson. Es la última palabra en la ciencia de las armas. Tiene tres propulsiones y extractor y puede dispararse desde seiscientos pasos. Llamo también la atención de monsieur sobre la limpieza de su acabado. Su sistema es el que está más de moda. Vendemos diariamente decenas de ellos, que se utilizan contra los bandidos, los lobos y los amantes. Su tiro es preciso y fuerte; alcanza grandes distancias y mata, atravesándolos, a la mujer y al amante. En cuanto a los suicidas, monsieur, no conozco por ellos mejor sistema.
Y el empleado, apretando y soltando el gatillo, echándole el aliento al cañón y apuntando, parecía próximo a ahogarse de puro entusiasmo. A juzgar por la expresión admirada de su rostro, se sentiría uno a pensar que él mismo, de buen grado, se hubiera pegado un tiro en la frente si hubiera poseído un revólver de tan maravilloso sistema como el Smith y Wesson.
-¿Y qué precio tiene? –preguntó Sigaev.
-Cuarenta y cinco rublos, monsieur
-¡Hum!... ¡Es demasiado caro para mí!
-En tal caso, monsieur, puedo ofrecerle otros sistema más barato. Aquí está. Tenga la bondad de examinarlo. Tenemos un surtido enorme en distintos precios… Este revólver, por ejemplo, del sistema Lefauché, que vale solamente dieciocho rublos; pero… -el empleado hizo una mueca de desprecio- es un sistema, monsieur, ¡demasiado anticuado! Sólo lo compran los pobres de espíritu y los psicópatas. Matarse o matar a la mujer con un Lefauché se considera ahora signo de mal gusto…. El buen gusto admite únicamente Smith y Wesson.
.No tengo necesidad de matarme ni de matar a nadie –mintió con acento sombrío Sigaev-. Lo compro sencillamente para tenerlo en el campo… Para asustar a los ladrones.
-A nosotros no nos interesa para qué lo compra –sonrió el empleado bajando modestamente los ojos-. Si en cada caso fuéramos a buscar los motivos, tendríamos que hacer cerrado el negocio. Para asustar a los cuervos, monsieur, el Lefauché no sirve, porque hace un ruido sordo y a la vez fuerte. Yo le propondrían que llevara una pistola Mortimer corriente, de las llamadas para duelos.
“¿Y si lo retara a duelo? –pasó por la cabeza de Sigaev-. Pero no… sería demasiado honor… A esas bestias hay que matarlas como a perros”.
El empleado, dando graciosas vueltas y pequeños pasos y sin dejar de sonreír y de conversar, expuso ante él un montón de revólveres. El Smith y Wesson era el de aspecto más codiciable y sólido. Sigaev tomó uno de éstos en sus manos, fijó la mirada en él y se quedó ensimismado. Su imaginación lo presentaba a sí mismo destrozando un cráneo, fluyendo sangre como un río sobre la alfombra y el parqué, y a la traidora, moribunda, agitando un pie convulsivamente… Pero para su alma indignada esto era poco. Los cuadros de sangre, los sollozos, el espanto, no le satisfacían; había que pensar en algo más terrible.
“Esto es lo que haré –pensó-. Lo mataré y me mataré: pero a ella… a ella la dejaré vivir. ¡Que muera de remordimiento y con el desprecio de todos los que la rodean! Esto, para una naturaleza nerviosa como la suya, será un martirio mayor aún que la muerte”.
Y comenzó a imaginar su propio entierro. El ofendido tendido en el ataúd, con una sonrisa bondadosa en los labios… Ella, pálida, torturada por el remordimiento, caminando tras el féretro, como una Níobe y no sabiendo cómo ocultarse de las miradas despreciativas y aniquiladoras que sobre ella arroja una muchedumbre indignada…
-Veo, monsieur, que le gusta el Smith y Wesson –dijo el empleado, interrumpiéndolo en su ensueño-. Si lo encuentra caro, le rebajaría cinco rublos, aunque tenemos otros sistemas más baratos.
La figura afrancesada giró graciosamente y tomó de la estantería una nueva decena de estuches de revólveres.
-He aquí otro, monsieur. Su precio es de treinta rublos. No es caro si se tiene en cuenta que el cambio ha bajado terriblemente y que los derechos de aduanas suben cada día más…l Le juro, monsieur, que soy conservador; sin embargo, ya empiezo a protestar. ¡Calcule que el cambio y la tarifa de aduanas son las causas de que ahora sólo los ricos puedan adquirir armas! Para los pobres no quedan más que las armas de Tula y los fósforos. ¡Y las armas de Tula son una desdicha! Pretende uno disparar un arma de Tila sobre su mujer y sólo consigue hacer blanco en la propia paletilla…
Sigaev experimentó de pronto un sentimiento ofensivo y triste ante la idea de morir él y no ver los sufrimientos físicos de la traidora. Sólo es dulce la venganza cuando existe la posibilidad de ver y tocar sus frutos. Pues, ¿y qué sentido tendría que él estuviera tendido en el ataúd sin darse cuenta de nada?
“¿Y si hiciera eso?... Matarlo a él, ir a su entierro, verlo todo y matarme yo después… Sí, pero antes del entierro me meterían preso y me quitarían el arma… Bien… Lo que haré es matarlo y que ella siga viviendo. Y, hasta que pase cierto tiempo, no me mataré; iré a la cárcel. Para matarme siempre estoy a tiempo. El estar arrestado es todavía mejor, porque así, al prestar declaración, tendré la posibilidad de demostrar ante el poder y ante la sociedad toda la bajeza de su comportamiento. Si me matara, ella, con su carácter embustero, engañoso y desvergonzado, me echaría la culpa de todo, y la sociedad la absolvería; pero, por ot5ra parte, quizá se ría de mí si sigo con vida… Entonces…”
Un minuto después pensaba:
“Sí… Tal vez me acusen de mezquindad de sentimientos si me mato… Y, además,… ¿para qué matarme? Esto, en primer lugar. En segundo, matarme significa cobardía. Luego, entonces, lo que haré es matarlo a él, dejarla vivir a ella e ir yo a la cárcel. Me juzgarán y ella figurará como testigo… ¡Habrá que ver su azoramiento, su vergüenza cuando tenga que prestar declaración ante mi abogado! ¡Por supuesto, las simpatías del tribunal, del público y de la prensa estarán de mi lado!”
Mientras cavilaba de esta manera, el empleado continuaba exponiendo su mercancía y consideraba deber suyo entretener al comprador.
-Vea aquí otros, ingleses de nuevo sistema, que hemos recibido hace poco. Pero lo prevengo, monsieur, que todos los sistemas palidecen frente al Smith y Wesson. Seguramente habrá usted leído uno de estos días que un militar que había comprado en nuestra casa un revólver del sistema Smith y Wesson, disparó sobre el amante… ¿Y que se imagina que sucedió?... La bala atravesó primero al amante, alcanzó después la lámpara de bronce, luego el piano de cola y desde el piano de cola, de una carambola, mató a un pequinés y rozó a la mujer… El efecto fue brillante y hacía honor a nuestra firma. El militar está ahora arrestado… ¡Seguramente lo condenarán a trabajos forzados!... En primer lugar, porque tenemos leyes muy anticuadas, y, en segundo lugar, porque ya se sabe que el tribunal siempre toma partido por el amante. ¿Por qué?... Muy sencillo, monsieur: porque también el jurado, los jueces, el procurador y el defensor se entienden con esposas ajenas, y es más tranquilo para ellos que en Rusia haya un marido menos. A la sociedad le encantaría que el gobierno desterrara a todos los maridos a la isla de Sajalín. ¡Ay, monsieur! ¡No puede usted imaginarse usted la indignación que me despierta este derrumbe de las costumbres morales contemporáneas!... ¡En estos tiempos, amar a las esposas ajenas agrada tanto como fumar cigarrillos ajenos y leer libros ajenos! Año a año nuestro comercio decae, pero ello no significa que haya menos amantes…, significa que los maridos llegan a reconciliarse con su situación y le tienen miedo a los trabajos forzados –y el empleado, mirando a su alrededor, murmuró-: ¿Y quién es el responsable, monsieur?... ¡El gobierno!
“¡Por culpa de un cerdo iré a parar a Sajalín… no, tampoco es sensato! –reflexionó Sigaev-. Si me mandan a trabajos forzados, sólo conseguiré a dar a mi mujer la posibilidad de casarse otra vez y de engañar a su segundo marido. ¡La que saldrá triunfante será ella!... No. Lo que haré entonces es esto: dejarla vivir, no matarme ni matarlo a él. Hay que idear algo más cuerdo y sentimental. Los castigaré con mi desprecio y entablaré un escandaloso proceso de divorcio…”
-Aquí tiene, monsieur, un nuevo sistema –dijo el empleado tomando de la estantería una docena más de revólveres-. Llamo su atención sobre el original mecanismo de cierre…
Pero una vez tomada aquella decisión, Sigaev ya no necesitaba un revólver; en cambio, el empleado, cada vez más inspirado, no dejaba de exponer ante él sus artículos de venta. El agraviado marido comenzó a avergonzarse de que por su culpa el empleado estuviera trabajando en vano, entusiasmándose y perdiendo el tiempo.
-Bien… -masculló-. Lo mejor será que vuelva más tarde o que envíe a alguien…
Aunque no veía la expresión del rostro del empleado, comprendió, sin embargo, que para suavizar un poco la violencia de la situación no había más remedio que comprar algo. Pero ¿qué?... Sus ojos recorrieron las paredes del negocio en busca de algo más barato, y se detuvieron en una red de color verde colgada junto a la puerta.
-¿Y eso…? ¿Qué es eso? –preguntó.
-es una red para cazar codornices.
-¿Y qué precio tiene?
-Ocho rublos, monsieur.
-Pues envuélvamela…
El marido ofendido pagó los ocho rublos, tomó la red, y cada vez más ofendido, salió del negocio.