domingo, 19 de abril de 2009

Mala suerte, de Anton Pavlovich Chejov

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Natasheñka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.
-Parece que pica –murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna… Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos… Quedarán atrapados. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable… Mi aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.
Al otro lado de la puerta se entablaba el siguiente diálogo:
-¡Nada de su carácter! –decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.
-¡Vamos…, no diga! ¡Como si no conociera yo su letra! –reía la damisela lanzando gritos exagerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garabatos! ¿Cómo va a enseñar a escribir a otros si escribe usted mismo tan mal…?
-¡Hum…! Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es al clase de letra…, lo principal es mantener quietos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza, a otro se le pone de rodillas… ¡Pero la escritura! ¡Pchs! ¡Eso es lo de menos! Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡y qué muestra!, de su caligrafía.
-Sí, pero era Nekrasov… y usted es usted –un suspiro-. ¡A mí me habría encantado casarme con un escritor! ¡Se había pasado el tiempo haciéndome versos!
-También yo puedo hacerle versos, si lo desea.
-¿Y sobre qué sabe usted escribir?
-Sobre el amor…, sobre los sentimientos… ¡Sobre sus ojos!... Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía, me daría a besar su pequeña mano?
-¡Vaya una tontería!... ¡Ahora mismo, si quiere! Bésela.
Schupkin se levantó de un salto y con ojos que parecían prontos a saltársele, apretó sus labios sobre la mano gordezuela de olía a jabón de huevo.
-¡Descuelga la imagen! –dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! –y sin perder un segundo, abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! –balbuceó, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor os bendiga! ¡Hijos míos!... ¡Vivid! ¡Sed fructíferos y multiplicaos!...
-¡Yo! … ¡También yo os bendigo! –dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sed dichosos, queridos míos! ¡Oh! –prosiguió dirigiéndose a Schupkin-. ¡me arrebata usted mi único tesoro…! ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!
La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El salto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar ni una sola palabra.
“Me han atrapado… Me han atrapado… -pensó presa de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano… Ya no te escaparás…” Y sumisamente, presentó su cabeza, como diciendo: “Tomadla… estoy vencido”.
-¡Os… bendigo! –prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natasheñka!... ¡Hija mía! ¡Ponte a su lado!... Petrovna, trae la imagen.
Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.
-¡Zoquete!... ¡Cabeza hueca! –dijo, dirigiéndose enfadado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?
¡Ay, Dios mío! ¡Virgen santísima!
¿Qué había ocurrido?... El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechmikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con el retrato entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.