La frase había sido absurda, inesperada y absurda. Y desconcertante a la vez. Al oírla me encontré de pronto en un mundo aún más irreal, que no alcanzaba a explicarme ni siquiera a través de las fantasías conocidas. A pesar de la familiaridad con que mis ojos recorrían la habitación, se posaban en los muebles, en aquel grabado traído de Bélgica por un amigo de mi padre o en la ventana enmarcada en gris que daba al pequeño jardín con los tres jazmines que ya conocía.
La mujer había hablado mientras el pequeño tomado de su mano la miraba, y yo, increíblemente, había alcanzado la manija de la puerta de calle. Había hablado con tranquilidad, con una pausa entre cada palabra que hacían más clara sus frases, mientras me dirigía una mirada serena en la que creí leer a la vez la compasión y la comprensión. Pensé que esas mismas palabras ya habrían sido pronunciadas un sinnúmero de veces y que tendía con ellas cierta intimidad, como alguien a quien se suele tratar con frecuencia pero que ya no nos sorprende.
No era el absurdo de las palabras lo que me molestaba, ni siquiera la absoluta certeza de ella al sostener lo imposible, sino que adivinaba, detrás del escándalo, que decía la verdad. ¿Acaso no estaba tomado yo de la manija de la puerta de calle y en la actitud de la despedida? ¿Acaso no estaba yo abandonando la casa sin habérmelo propuesto?
-No se equivoque, Bruno. Usted se va, y en cambio nosotros –se refería a ella misma y al niño, claro- nos quedaremos y recibiremos todas las tardes a alguien más.
Y luego agregó:
-Como hemos hecho siempre.
Ni siquiera pude contestar, excepto que los ojos asombrados también hablan por nosotros. Mi única reacción fue la inmovilidad. Allí me quedé un instante, de pie ante la puerta que da al corredor, mirando y tratando de reconstruir toda la conversación, en un intento de lograr entender frente a qué me encontraba.
Pero si existía una explicación, no estaba allí.
Por lo demás, nada sé del resto de la escena. Hasta entonces alcanza mi recuerdo, y me animo a decir que allí terminó todo.
Muchas veces me sucedió, durante la infancia sobre todo, y alguna vez también en la adolescencia o en los primero años de la adultez, pero luego la certeza de saber que soñaba mientras me encontraba en medio del sueño se desvaneció, como si también me hubiera despertado de ese milagro. Alguna vez también supe un momento antes que estaba por despertar. O supe que podía abandonar el sueño y regresar al la vigilia con sólo quererlo: bastaba cerrar los ojos con fuerza y desearlo con intensidad.
Esa noche, ese sueño había consistido en un encuentro con la mujer y el niño de unos siete años en la casa de mi infancia. Pasamos la tarde conversando, riendo, jugando con el pequeño. De pronto supe que iba a despertar, lo supe mientras me acercaba a la puerta. La mujer y el niño estaban en la cocina. Ella, apoyada en la mesada de mármol, junto a las tazas de café por lavar, su mano izquierda sobre la cabeza del niño. Entonces fui yo quien habló:
-Lo siento mucho, pero sé que estoy por despertar. Quero decir que ustedes no existen, todo esto es solamente un sueño, mi sueño, y ustedes sólo los personajes de mi propio sueño. Cuando despierte, ustedes desaparecerán…
Y entonces la mujer me contestó con el escándalo de sus palabras.
No recuerdo el resto o bien desperté. No puedo olvidar, en cambio. Sus facciones, el tono de su voz, el pelo rubio y lacio cayéndole a los lados, los ojos grandes y claros.
Durante un tiempo (durante años quiero decir) el sueño de la mujer permaneció olvidado, Cada tanto mi memoria me lo acercaba para que lo observara un momento, pero entonces sólo se trataba de un animal extraño y manso que me había visitado cierta noche. Hasta que un día vino a buscarme. Ahora me es fácil imaginar que debía haberlo advertido.
Su recuerdo se me fue insinuando de a poco, como si intentara seducirme para que lo mirara, para que reparara en él o para que lo consolara de su soledad. Primero fue una conversación casual oída al pasar sobre ciertos sueños que siempre recordamos; luego a través de un cuento fantástico, pero serán cientos los cuentos a cerca de los sueños. Más tarde fue una película. Finalmente por medio de otro sueño. Me desperté con la memoria del primero y la imagen de la mujer en la cocina, despidiéndome y mostrándome su caridad y su paciencia.
Fue entonces cuando comencé a mirarlo detenidamente. Lo anoté sabiendo que los años transcurridos se habrían llevado detalles fundamentales, pero con la clara conciencia de recordar cada una de las palabras de la mujer. La lectura de los libros de psicoanálisis me extravió en infinitos senderos o interpretaciones que parecían referirse siempre a lo mismo y que yo no buscaba. Yo buscaba, en realidad, un lugar, como quien busca un país determinado en un mapa que apenas sospecha. El sueño como una región que alberga formas infinitas.
Tal vez se me habían revelado ciertos secretos: la conciencia de habitar cierta morada oculta, la capacidad de despertarme a voluntad o de intuir mi partida, y después la esencia misma del lugar. Pero luego todo se había esfumado.
Fue entonces cuando comencé a consultar libros de sueños. Quería leer los sueños de otras personas para encontrar uno similar o el mismo. Tal vez una descripción de la misma mujer.
Jamás la encontré. En las páginas que leí abundaban las persecuciones, las caídas, el pánico, la muerte, el crimen, el incesto, la angustia. En la infinita y repetida variedad de sus habitantes y sus formas, no encontré jamás el rostro y las palabras que una vez, hacía ya muchos años, había encontrado en mi propia casa de la vigilia.
Me dije que lo que se busca con frenesí suele escaparse y ocultarse para siempre. Me dije que la mejor búsqueda era la espera paciente. Tomé ciertos recaudos. Un cuaderno y un lápiz estuvieron siempre sobre la mesa de noche. Apenas despertaba, anotaba con la mayor precisión mis recuerdos. Tuve miedo de soñar y olvidar, me consolé diciéndome que no olvidaría un segundo encuentro con esa mujer.
Hoy los cuadernos anotados con tanta minuciosidad son muchos. Los he leído con atención más de una vez, Han sido casi siempre una carrera desesperada contra el olvido y la fugacidad. Sólo una vez he soñado mientras sabía que lo hacía, y le preguntaba a las gentes por una mujer rubia y un niño de unos siete años, ignorando la importancia que tiene el tiempo en esas tierras. Aclaraba que se trataba de “naturales del lugar”, pero las respuestas fueron vagas y absurdas e incomprensibles.
Anoche he vuelto soñar con mi casa de la infancia. Vi otra vez lo sillones, la ventana que da al pequeño jardín con los tres jazmines, el grabado traído de Bélgica. Se parecía a un recuerdo dulce y suave. Me llamó la atención un sobre dirigido a mí sobre la mesa. Jamás recibía cartas a esa edad. La abrí, curioso y entusiasmado. A los doce años, en la antigua sala de la casa de mis padres, no entendí la frase que me mostraba el papel. Despierto supe de qué se trataba. No era difícil adivinarlo: “Ya no busques, ya no es la hora”, decía.