miércoles, 13 de mayo de 2009

El zepelín, de William Saroyan

Luke Me llevaba de la mano y yo llevaba de la mano a Margaret. Cada uno de nosotros llevaba una moneda para poner en la bandeja, y Luke me dijo:
-No te olvides de poner la moneda, Mark; no vayas a guardártela para un helado como la otra vez.
-También te la guardaste tú- le contesté.

El último día Luke no había puesto su moneda y yo lo vi. Yo me compré un helado en cucurucho a la tarde, cuando hacía tanto calor. Luke me vio comer el helado, bajo los naranjos de la Escuela Emerson.
-¡Vaya, vaya! –dijo-. ¿De dónde has sacado el dinero, Mark?
-Ya lo sabes –le contesté.
-No –dijo. ¿Dé dónde? Dímelo.
-De la Escuela Dominical. No puse mi moneda en la bandeja.
-Eso es un pecado –dijo Luke.
-Ya lo sé- dije-. Pero tú tampoco lo hiciste.
-Yo sí –afirmó Luke.
-No es verdad –dije-. Vi cómo pasabas ante la bandeja sin poner nada.
-Es que estoy ahorrando –dijo Luke.
-¿para qué? –le pregunté.
-Para comprar un zepelín –dijo Luke.
-¿Cuánto vale un zepelín?
-Anuncian uno en El Mundo Infantil que cuesta un dólar. Lo mandan de Chicago.
-¿Y es de verdad un zepelín? –pregunté.
-Caben dos personas –dijo Luke-. Yo y Ernest.
Comí el último resto del helado.
-¿Y yo? –pregunté.
-Tú no puedes subir –dijo Luke-. Eres muy chico, casi un crío. Ernest West tiene la misma edad que yo.
-No soy un crío .dije-; tengo ocho años y tú no tienes más que diez. Déjame subir al zepelín contigo, Luke.
-No –dijo Luke.
No me eché a llorar pero me puse triste. Además Luke me hizo rabiar.
-Tú quieres a Alicia Small –dijo-. Eres un crío.
Era verdad. Quería a Alicia Small, pero la manera de hablar de Luke me dio rabia.
Me sentía triste y solo. Era cierto que quería a Alicia Small; ¿pero es que yo había conseguido alguna vez algo de lo que quería? ¿Salía alguna vez a pasear con ella? ¿La tomaba acaso de la mano y le decía que la quería mucho? ¿La llamaba alguna vez por su nombre, como me hubiera gustado llamarla, para que ella supiera cuánto significaba para mí? No, todo eso me asustaba demasiado. Ni siquiera tenía el valor de mirarla mucho rato seguido. Alicia me daba miedo por lo linda que era, y cuando Luke habló de aquel modo, me dio rabia.
-Eres un hijo de mala madre, Luke –le dije-. Eres un cochino bastardo.
No encontré cosas peores que decirle entre las malas palabras que había oído decir a los chicos mayores, de modo que me eché a llorar.
Me creía un infame por haber dicho todo aquello a mi propio hermano. Por la noche le dije que me arrepentía.
-No me tomes el pelo –dijo Luke-. Con palos o con piedras podrán partirme los huesos, pero lo que es el que me insulta, me deja tan fresco.
-Jamás te tiré piedras ni palos, Luke –dije.
-Pero me has insultado.
-No tenía esa intención, Luke –dije-. De veras que no la tenía. Tú dijiste que quería a Alicia Small.
-Y es verdad –dijo Luke-. Ya sabes que es verdad. Todo el mundo lo sabe.
-Yo no –dije-. Yo no quiero a nadie.
-Quieres a Alicia Small –dijo Luke.
-Eres un hijo de mala madre –volví a decirle.
Papá me oyó.
Estaba en la salita leyendo un libro. Se levantó y vino a nuestro cuarto, el de Luke y el mío. Yo me eché a llorar.
-¿Qué es eso, jovencito? -dijo- ¿Cómo acabas de llamar a tu hermano?
-Palos y piedras –empezó a decir Luke.
-Déjate de eso –dijo papá- ¿Por qué estás siempre haciendo rabiar a Mark?
-Yo lo hacía rabiar –dijo Luke.
-Sí que me hacía rabiar –dije yo-. Dijo que quería a Alicia Small.
-¿Alicia Small? –repitió papá.
Papá jamás había oído hablar de Alicia Small. Ni siquiera sabía que existiera.
-¿Quién es esa Alicia Small?
-es una chica que viene a mi clase –dije-. Su padre es el predicador de nuestra iglesia. Cuando sea mayor será misionera. Nos lo ha dicho delante de toda la clase.
-Dile a Luke que te arrepientes de haberlo insultado –dijo papá.
-Me arrepiento de haberte insultado, Luke –dije.
-Luke –prosiguió papá-, dile a Mark que te arrepientes de haberlo hacho rabiar con lo de Alicia Small.
-Me arrepiento de haberte hecho rabiar con lo de Alicia Small –dijo Luke.
Pero yo sabía bien que él no estaba arrepentido. Yo sí lo estaba cuando decía que lo estaba, pero sabía que él no estaba arrepentido aunque lo dijera. Lo decía sólo porque papá se lo había mandado.
Papá volvió a la lectura de su libro en la salita.
-Quiero que se ocupen de cosas serias y que se molesten el uno al otro ¿Entendido?
-Sí, papá –dijo Luke.
Entonces tomamos cada uno un ejemplar del Saturday Evening Post y nos pusimos a mirar las ilustraciones. Luke no quería ni siquiera hablarme.
-¿Me dejarán volar en el zepelín? –pregunté.
Luke estaba volviendo las páginas y no me contestaba.
-¿Ni siquiera una vez?
A medianoche me desperté y empecé a pensar en aquello de subir a un zepelín.
-Luke –dije- Al fin se despertó.
-¿Qué quieres?
-Luke –dije- ¿Me dejarás subir al zepelín cuando te lo manden de Chicago?
-No –contesto.

Todo esto ocurrió la semana pasada. Ahora íbamos a la Escuela Dominical.
-No te olvides –dijo Luke-. Pone la moneda, Mark.
-Y tú también –contesté.
-Tú tienes que hacer lo que te han dicho –dijo Luke.
-También yo quiero un zepelín.
-¿Quién te ha dicho nada de un zepelín? –preguntó Luke.
Si tú no pones tu moneda –le dije- yo tampoco pondré la mía.
Daba la impresión de que Margaret ni siquiera nos oía. Caminaba y caminaba mientras Luke y yo discutíamos sobre el zepelín.
-te daré la mitad, Luke –dije-, si me dejas subir.
-Ernest West ya me da su mitad –dijo Luke-, Somos socios. Ocho semanas más –añadió- y el zepelín llegará de Chicago.
-Muy bien –dije-. No me dejes subir. Algún día te arrepentirás, cuando me veas dar la vuelta al mundo con mi lancha.
-Poco me importa –dijo Luke.
-Por favor, Luke –insistí-, déjame subir al zepelín. Yo te dejaré dar la vuelta al mundo con mi lancha.
Ernest West y su hermana Dorothy estaban sentados frente a la iglesia cuando llegamos nosotros. Margaret y la hermana de Ernest se fueron al cementerio de la iglesia, y yo, Luke y Ernest nos quedamos en la acera.
-Polka eskos –dijo Ernest a Luke.
-Immel –dijo Luke.
-Qué quiere decir eso, Luke? –pregunté.
.No puedo decírtelo –contestó Luke-. Es nuestro lenguaje secreto.
-Dime qué significa, Luke. No se lo contaré a nadie.
-No –dijo Ernest.
-Effin ontur –le dijo a Luke.
-Garic hopin –contestó Luke, y los dos se echaron a reír.
-Garic hopin –repitió Ernest riendo.
-Dímelo, Luke .insistí-. Te prometo que nunca jamás diré a nadie lo que significa.
-No –dijo Luke- ¿Por qué no inventas tú también un lenguaje secreto? Nadie te lo quita.
-Es que no sé cómo inventarlo –dije.
Sonó la campana de la iglesia, entramos y nos sentamos, Luke y Ernest se sentaron juntos. Luke me dijo que me apartara de ellos. Me senté en la fila de atrás de ellos, que era la última. En la primera estaba Alicia Small. Su padre, maestro predicador, bajó por el pasillo y luego subió a su despacho. Allí era donde preparaba sus sermones. Era un hombre alto que sonreía a todo el mundo, ante y después del sermón, pero mientras estaba diciendo el sermón no se reía ni a tiros.
Cantamos algunas canciones. Luego Ernest West propuso cantar “En la Cruz”, pero él y Luke lo cantaron con esta letra: En el bar, en el bar, donde es tan dulce fumar, y mientras el dinero se va a las manos del cajero
Luke y Ernest West me dieron envidia. Sabían divertirse hasta en la iglesia. De cuando en cuando Ernest miraba a Luke y le decía “arkel romper” y Luke contestaba “haggid ossum”, y entonces los dos tenían que hacer grandes esfuerzos para no reírse a carcajadas. Así se contenían hasta que se ponían todos a cantar, y entonces llegaba para ellos el momento de hablar en su lenguaje secreto. Yo me sentía muy triste al no participar de aquel juego tan divertido.
-“Arkel romper” –dije yo-, y traté de ver la gracia que tenían aquellas palabras, pero no les encontré ninguna. Era terrible no saber lo que significaba “arkel romper”. Podía imaginarme que era la cosa más graciosa del mundo, pero ignoraba qué quería decir. “Haggid ossum”, dije, pero lo único que logré fue entristecerme más. Algún día inventaría el lenguaje más gracioso del mundo y no les diría a Luke ni a Ernest West el significado de las palabras. Cada una de ella me procuraría la felicidad y yo no hablaría nunca otro lenguaje. Sólo yo y otra persona en todo el mundo conoceríamos mi lenguaje secreto. Alicia Small. Únicamente Alicia Small y yo. “Ohber lintern”, le diría yo a Alicia, y ella sabría el maravilloso significado de estas palabras, y me miraría y sonreiría, y mientras yo la tomaría de la mano y acaso la besaría.
Entonces Harvey Gillis, nuestro inspector, subió a la plataforma y nos habló de las misiones presbiterianas a las que nosotros ayudábamos en muchos países extranjeros y paganos del mundo.
-En África del Norte, mis queridos jóvenes –dijo con voz chillona-, nuestros pastores del Señor obran milagros cada día en nombre de Jesús. Al indígena salvaje se le enseña el Santo Evangelio y una vida piadosa, y la luz del Señor penetra las más negras honduras de la ignorancia, Regocijémonos todos y recemos.
-Umper gamper Harvey Gillis –dijo Luke a Ernest.
Luke apenas pudo contener la risa.
Yo me sentía muy solo.
¡Si al menos hubiera sabido lo que ellos sabían! “Amper gamper Harvey Gillis” podía significar tantas cosas acerca de nuestro inspector. Era un tipo afectado que hablaba con vos muy chillona y parece que nadie, exceptuando tal vez a Licia Small, creía una palabra de cuanto decía.
-Nuestros nobles batalladores están curando a los enfermos –prosiguió-. Sacrifican su vida y su cuerpo preparando el mundo para el segundo advenimiento del señor. Divulgan su verdad en los extremos más lejanos de la tierra. Oremos por ellos. ¿Quiere rezar la señorita Valentine?
¿Qué si quería rezar? No había estado esperando otra cosa en toda la semana.
La señorita Valentine se levantó del banquillo del órgano, se quitó los lentes y se frotó los ojos. Era una cuarentona delgaducha que tocaba el órgano en nuestra iglesia. Tocaba como si estuviera rabiosa con alguien y quisiera vengarse, dando tremendos golpes a las teclas y volviéndose cada dos por tres para dirigir una rápida mirada a la congregación. Daba la impresión de que le tenía odio a todo el mundo. Yo sólo me quedé al sermón dos veces en mi vida, pero las dos veces hizo lo mismo, y de cuando en cuando asentía con aire de enterada ante ciertas palabras del predicador, como si fuera la única persona en toda la iglesia que comprendiera lo que significaban.
La señorita Valentine se levantó para rezar por los heroicos misioneros del África sombría y de otros lugares paganos del mundo.
-Exel sorga –dijo Ernest a Luke.
-Tú lo has dicho –contestó Luke-, y aún te quedas corto.
-Señor Todopoderoso y Clemente –rezó la señorita Valentine-: nos hemos desviado de Tu senda como ovejas descarriadas.
Y otras cosas por el estilo.
A mi entender todo aquello debía referirse a los nobles batalladores, pero resultó que lo que decía la señorita Valentine era sobre descarriarse y hacer cosas malas en vez de cosas buenas. Su oración, además, fue muy larga.
Hasta llegué a pensar que Harvey Gillis iba a tocarle el brazo para que abriera los ojos y decirle: “Bastará ya por hoy, señorita Valentine”. Pero no lo hizo. Yo abrí los ojos en cuanto ella empezó a rezar. Se entendía que uno debía estar con los ojos cerrados, pero yo siempre los abría para ver lo que estaba pasando en la iglesia.
En realidad no pasaba nada. Todas las cabezas estaban inclinadas, excepto la de Luke, la de Ernest y la mía, y Luke y Ernest seguían diciéndose en voz baja cosas graciosas en lenguaje secreto. Veía la cabeza de Alicia Small más inclinada que ninguna, y yo dije: “¡Señor! Permite que algún día hable con Alicia Small en un lenguaje secreto que nadie más en el mundo entienda”.
-Amén.
La señorita Valentine acabó por fin de rezar, y nosotros nos dirigimos al rincón de la iglesia en que los muchachos, desde los siete a los doce años, estudiaban la Biblia y depositaban su óbolo en una bandeja.
Luke y Ernest volvieron a sentarse juntos y me dijeron que me retirara. Yo me senté detrás de Luke para ver si echaba su moneda en la bandeja. Todos los domingos nos daban a cada uno un ejemplar de un periódico que editaba la Escuela, que se titulaba El Mundo Infantil. Hablaba de muchachos que se portaban muy bien con los ancianos, los ciegos y los que no pueden valerse, y daba muy buenos consejos para hacer cosas. Yo y Luke intentamos una vez hacer una carretilla pero nos faltó la rueda. Desde entonces ya no intentamos hacer nada. En la última página estaban los anuncios con grabados.
Nuestro profesor era Henry Parker. Era un tipo con anteojos de cristales muy gruesos y granitos alrededor de su boca. Parecía enfermo y no le caía simpático a nadie. Es más, creo que a nadie le simpatizaba siquiera la idea de ir a la Escuela Dominical. Nosotros teníamos que ir porque papá decía que, en todo caso, nos haría menos mal que bien. “Más tarde –decía-, cuando sean mayores, podrán hacer lo que les parezca. Pero por el momento es una buena disciplina”.
-Tienes razón –decía mamá.
Por eso íbamos. Acaso nos acostumbramos a la Escuela Dominical porque nunca pedimos no ir. Pocas cosas, si no, podía hacer uno los domingos por la mañana. Ernest West también tenía que ir, y me parece que por eso Luke no intentó nuca escabullirse. Siempre le quedaba el consuelo de hablar en lenguaje secreto con Ernest West y reírse de todo el mundo.
La historia de la Biblia que estudiábamos era la de José y sus hermanos, José el de la túnica de brillantes colores, y luego, de pronto, toda la clase empezó a hablar de cine.
-Ajá –dijo Luke a Ernest West.
-Ahora –dijo Henry Parker- quiero que cada uno de ustedes exponga una buena razón por la que no se debe ir al cine.
En la clase éramos siete.
-En el cine –dijo Pat Carrico- aparecen mujeres desnudas que bailan. Por eso no debemos ir.
-Muy bien –dijo Henry Parker-; sí, es una buena razón.
-En el cine vemos bandidos que matan a la gente –dijo Tommy Cesar- y eso es un pecado.
-Muy bien –asintió el profesor.
-Sí –dijo Ernest West-, pero la policía siempre acaba con los bandidos, ¿no? Al final siempre les dan su merecido. Por lo tanto, no es una buena razón.
-Sí que lo es –dijo Tommy Cesar-. El cine nos enseña a robar.
-Me siento inclinado a pensar como Cesar –dijo Henry Parker-. Sí –añadió-, eso es un mal ejemplo.
-Bueno, está bien –dijo Ernest West.
Miró con intención a Luke y ya iba a decir algo en lenguaje secreto, pero no tuvo necesidad, porque Luke ya estaba riéndose fuerte y entonces Ernest se rió también con él. Daba la impresión de que Luke ya sabía lo que iba a decir Ernest, y debía ser algo muy gracioso, porque los dos se desternillaban de risa.
-¿Qué es eso? –preguntó nuestro profesor- ¿Riéndose en la Escuela Dominical? ¿De qué se ríen ustedes dos?
“Voy a decírselo yo –pensé-. Voy a decirle que tienen un lenguaje secreto”. Luego decidí no decírselo. Lo habría echado todo a perder. ¡Era un lenguaje tan gracioso! No quería echarlo a perder aun cuando yo no comprendiera una palabra.
-De nada –dijo Luke- ¿Es que no puede uno reírse?
Entonces le tocó el turno a Jacob Hyland. Jacob era el muchacho más tonto del mundo. No se le ocurría nunca nada. Era incapaz de decir cualquier respuesta. Ni siquiera podía imaginarla.
-Veamos –dijo el señor Parker-, tú nos vas a decir ahora por qué no deberíamos ir al cine.
-No sé por qué –dijo Jacob.
-Vamos, vamos –dijo el señor Parker-, estoy seguro de que tienes alguna buena razón para no ir al cine.
Jacob empezó a pensar. Quiero decir que empezó a mirar todo alrededor de la habitación, luego se miró los pies, después miró el techo, mientras todos nosotros esperábamos el resultado de nuestras cavilaciones. Y así estuvo pensando mucho rato. Luego dijo:
-Me parece que no sé por qué, señor Parker ¿Por qué? –dijo.
-Soy yo quien te pregunta a ti –dijo el profesor-; yo ya sé por qué, pero quiero que tú también lo sepas por ti mismo. Vamos, dame una razón, Hyland.
Jacob empezó a pensar de nuevo, y todos nosotros nos sentimos molestos con él. Cualquiera podía encontrar una razón, por pequeña que fuera, cualquiera menos un estúpido como Jacob. Nadie sabía por qué era tan estúpido. Era el mayor de todos. Se rebulló en la silla y luego se hurgó la nariz, se rascó la cabeza y miró al señor Parker como lo mira un perro a alguien con quien quiere hacer amistad.
-Bueno, ¿qué dices? –preguntó el profesor.
-Francamente –dijo Jacob-, no sé por qué no deberíamos ir al cine. Yo, por mi parte, no suelo ir mucho.
-Pero habrás ido por lo menos una vez, ¿no? –dijo el profesor.
-Sí, señor –respondió Jacob-, más de una vez, pero me olvido en seguida de las películas. No me acuerdo.
-seguramente –dijo el profesor- recordarás alguna cosita del cine que sea un mal ejemplo y una buena razón para que nunca vayamos.
De repente el rostro de Jacob se iluminó con una amplia sonrisa.
-Ya lo sé –dijo.
-Veamos –dijo el profesor.
-Nos enseña a tirar pasteles a nuestros enemigos y a dar patadas a las señoras y salir corriendo.
-¿Eso es todo lo que recuerdas? –dijo el señor Parker.
-Sí, señor –dijo Jacob.
-Ésa no es una razón –dijo Ernest West-¿Por qué es una mala acción tirar pasteles?
-Porque le caen a uno encima –dijo Jacob echándose a reír-. Sólo hay que ver cómo se escurren luego por la cara.
-Lo que desde luego no está bien es darle patadas a las señoras –dijo el señor Parker-. Muy bien, Hyland. Ya sabía yo que encontrarías una buena razón si lo pensabas con cuidado.
Entonces le tocó el turno a Nelson Holgué.
-Por que es caro –dijo-. Cuesta demasiado dinero.
-En el “Bijou” sólo cuesta cinco centavos –dije yo-. Ésa no es una razón.
-Con cinco centavos se puede comprar pan –dijo Nelson-. Cinco centavos son mucho dinero en estos tiempos.
-Es cierto –dijo el señor Parker-. Es una razón excelente. Hay maneras mucho más dignas de gastar el dinero. Si nuestros jóvenes dejaran de ir al cine y destinaran el dinero a las misiones, imaginen el tremendo progreso que conseguirían en tan sólo un año. Es más, con el dinero que se gasta anualmente en diversiones tan frívolas como el cine, podríamos convertir al mundo entero al cristianismo.
El señor Parker le hizo una seña a Ernest West.
-El cine nos enseña a estar descontentos con lo que tenemos –dijo Ernest-. Vemos a la gente pasear en automóviles lujosos y vivir en casas magníficas y sentimos celos.
-Envidia -dijo el señor Parker.
-Deseamos todas esas cosas –prosiguió Ernest- y comino sabemos que no podemos conseguirlas porque no tenemos dinero, nos ponemos de mal humor.
-Es una razón espléndida.
Le tocó el turno a Luke. Luego me tocaría a mí.
-La música es mala –dijo Luke.
-En el “Liberty” no lo es –dijo Tommy Cesar-. Y en el “Kinema” tampoco. Eso no es una razón.
-Es mala en el “Bijou” –replicó Luke-. Siempre tocan lo mismo. Resulta monótono. “La boda de los vientos”.
-No es verdad –dijo Tommy Cesar-. A veces tocan otra canción, aunque no sé el nombre. Suelen tocar seis o siete canciones.
-Pero todas parecen iguales –dijo Luke-. Acaban por provocarle a uno dolor de cabeza.
-Ahora llegamos a una conclusión –dijo el profesor-. Nos da dolor de cabeza, perjudica nuestra salud. Y no debemos hacer nada que perjudique nuestra salud. La salud es nuestro más preciado bien. Tenemos que hacer siempre todo aquello que mejore nuestra salud y no que la perjudique.
Yo dije que no debíamos ir al cine, porque cuando salíamos a la calle no nos gustaba nuestra ciudad.
-En nuestra ciudad todo nos parece estúpido –dije-. Nos dan ganas de irnos.
Entonces llegó el momento de pasar la bandeja. El señor Parker hizo un pequeño discursito sobre la urgencia con que se necesitaba el dinero y de cuán preferible era darlo a tenerlo.
Tommy Cesar dejó diez centavos. Pat Garrido cinco, Nelson Holgue cinco, Jacob Hyland quince y luego le tocó el turno a Ernest West. Éste le pasó la bandeja a Luke, Luke me la entregó a mí y yo se la pasé al señor Parker. El señor Parker sacó el portamonedas del bolsillo, y de él unas cuantas monedas hasta reunir un cuarto de dólar de modo que lo pudiésemos ver todos, y depositó el dinero en la bandeja entre las demás monedas. Esto lo hizo con gran dignidad. Todos lo odiamos por eso, incluso el estúpido de Jacob Hyland. Daba la impresión de que salvaba al mundo entero con aquel cuarto de dólar.
Luego nos dio un ejemplar de El Mundo Infantil y terminó la clase.
Todo el mundo se puso de pie y salimos corriendo a la calle.
-Bueno –dijo Ernest West a Luke-, “áplica”, hasta que volvamos a vernos.
-“Áplica” –dijo Luke.
Entonces salió mi hermana Margaret de la iglesia y nos fuimos derecho a casa.
En la última página de El Mundo Infantil vi el anuncio del zepelín. La ilustración mostraba a dos muchachos entre las nubes, de pie en el cesto del globo. Los dos muchachos tenían un aspecto triste y decían adiós.
Llegamos a casa y cenamos. Papá y mamá estaban muy contentos y nosotros comimos hasta no poder más. Papá preguntó entonces:
-¿De qué ha tratado hoy la lección?
-De los daños que causa el cine –dijo Luke.
-¿Qué daños?
-Las mujeres desnudas que bailan –contestó Luke_, los ladrones que asesinan a los policías; que es muy caro y que nos enseña a tirar pasteles.
-Comprendo –dijo papá-. Grandes daños.
Después de cenar no se me ocurrió nada en qué ocuparme. Si no hubiese tenido miedo, habría ido a casa de Alicia Small a decirle cuánto la quería. Alicia, le habría dicho, te quiero. Pero tenía miedo. Si hubiese tenido mi lancha, habría dado la vuelta el mundo. Entonces me puse a pensar en el zepelín. Luke estaba en el patio clavando unas tablas.
-¿Qué haces? –le pregunté.
-Nada –contestó Luke-. Clavar clavos.
-Luke –le dije-, aquí tienes mis diez centavos. Y cuando llegue el zepelín me dejarás subir contigo.
Intenté darle la moneda, pero él no quiso aceptarla.
-No –dijo-. El zepelín es para mí y para Ernest West.
-Como quieras –le dije-. Yo he de ir de todos modos.
-¡Adelante! –me dijo él.
Hacía mucho calor. Me senté en la hierba fresca, bajo el sicómoro del patio, y observé cómo Luke clavaba las tablas. Por la manera de hincar los clavos parecía que hacía algo importante y sólo me convencí de que no lo era cuando terminó. Así clavó unas diez tablas y se acabó todo. Eran tablas unidas con clavos, ni más ni menos. Sin qué ni para qué.
Papá oyó el martilleo y salió fumando su pipa.
-¿Cómo llamas a eso? –le preguntó.
-¿El qué? –dijo Luke.
-Eso –dijo papá-. ¿Qué es?
-Nada –dijo Luke.
-Estupendo –dijo papá, y giró sobre sus talones y volvió adentro.
-Eso no sirve para nada –dije yo- ¿Por qué no haces algo que sirva?
Oía a papá cantando dentro de la casa. Me imaginé que la estaría ayudando a mamá a secar los platos. Cantaba muy alto y en seguida mamá se puso a cantar con él.
Entonces Luke dejó de clavar y tiró las tablas por encima del tejado del garaje. Dio la vuelta y volvió con las tablas, y las tiró de nuevo y fue por ellas otra vez.
-¿A qué juegas? –le pregunté.
-A nada –dijo Luke.
-Luke –dije-, vamos al cine.
-¿Yo contigo? –preguntó Luke.
-Claro –dije-. Tú tienes tus diez centavos y yo los míos. Vamos a ver a Tarzán.
-Tengo que ahorrar para el zepelín –dijo Luke-. Dentro de ocho semanas estará aquí, y entonces adiós.
-¿Adiós? –dije.
-Sí –contestó Luke-, adiós.
-¿Es que piensas irte? –pregunté.
-Claro –contestó- ¿Para qué crees que quiero el zepelín?
-¿Y no vas a volver nunca, Luke?
-Claro que volveré –dijo Luke-. Estaré afuera un par de meses y luego volveré.
-¿Y adónde vas a ir?
-Al Klondike –replicó-. Al Norte.
-¿A una tierra tan fría, Luke?
-Naturalmente –dijo Luke-. Yo y mi socio Ernest West. Palka eskos –añadió.
-¿Qué quieres decir con eso? –pregunté-. Dímelo, por favor. ¿Qué significa Palka eskos?
-Sólo lo tenemos que saber mi socio y yo –dijo Luke.
-No se lo diré a nadie, Luke. Palabra de honor.
-estoy seguro de que lo dirías –contestó Luke.
-te lo juro por mi honor –insistí-. Que me muera si digo algo.
-¿Con alfileres que te atraviesen la lengua si hablas?
-Sí –dije-, con alfileres y hierros candentes.
-¿Palabra de honor?
-Sí, Luke. ¿Qué significa?
-¿Palka eskos? –preguntó Luke.
-Sí, Luke. Palka eskos.
-Buenos días –me contestó-. Significa buenos días.
No podía creerlo.
-¿Eso es todo, Luke?
-Es lo que significa palka eskos. Pero tenemos un idioma completo.
-Palka eskos, Luke -dije.
-Immel –me contestó.
-¿Qué quiere decir Immel, Luke?
-¿Immel?
-Sí, Luke.
-¿No lo dirás?
-Igual que antes –dije-. Que hierros candentes me atraviesen la lengua si hablo.
-Hola -dijo Luke-. Immel quiere decir hola.
-Vamos al cine, Luke. Tenemos diez centavos cada uno.
-Bueno –dijo Luke-, la verdad es que la música no le da a uno dolor de cabeza. Lo dije antes por decir algo.
-Díselo a mamá –le propuse.
-Quizás no nos deje ir –dijo Luke.
-Puede que sí. Puede que papá le diga que nos deje.
Luke y yo entramos en la casa. Papá estaba secando los platos mientras mamá los lavaba.
-¿Podemos ir al “Bijou”, mamá? –preguntó Luke.
-¿Cómo? -dijo papá-. ¿No ha tratado la lección de hoy de los daños que causa el cine?
-Sí –dijo Luke.
-¿Y nos les remuerde la conciencia? –nos dijo papá.
-¿Qué película quieren ver? –preguntó mamá.
-Tarzán –dije- ¿Podemos ir, mamá? No pusimos nuestra moneda en la bandeja. Luke está ahorrando para comprarse un zepelín, pero no quiere dejarme subir.
-¿No pusieron las monedas? –dijo papá- ¿Entonces qué clase de religión es la de ustedes? Lo primero que saben es que los misioneros presbiterianos tendrán que hacer las valijas y marcharse de África si los chicos no les dan sus monedas.
-Supongo que así ocurrirá –dijo Luke-, pero yo y Ernest West estamos ahorrando para comprar un zepelín. Teníamos que hacerlo.
-¿Qué clase de zepelín es ese? –preguntó papá.
-Uno de verdad –dijo Luke-. Hace ochenta millas por hora y puede llevar a dos personas, yo y Ernest West.
-¿Y cuánto vale? –preguntó papá.
-Un dólar –dijo Luke-. Lo mandan de Chicago.
-Mira –dijo papá-, si limpias el garaje y tienes el patio en orden toda la semana, el sábado te daré un dólar. ¿Conforme?
-Ya te responderé –dijo Luke.
-Con la condición –dijo papá- de que dejes subir a Mark contigo.
-Si me ayuda a limpiar, lo dejaré subir –dijo Luke.
-Te ayudará –dijo papá-. ¿Verdad, Mark?
-Trabajaré más que Luke –dije.
Papá nos dio otros diez centavos a cada uno y nos dijo que fuéramos al cine. Fuimos al “Bijou” y vimos el episodio decimoctavo de Tarzán. Sólo faltaban dos para que terminara. Tommy Cesar estaba en el cine con Pat Carrico. Los dos armaron más lío que nadie cuando Tarzán se vio acorralado por el tigre.
Yo y Luke limpiamos el garaje y tuvimos el patio en orden toda la semana, y el sábado a la noche Papá le dio a Luke un billete de un dólar. Luke escribió una bonita carta a los señores de Chicago que vendían zepelines. Metió el billete dentro del sobre y echó la carta al buzón de la esquina. Yo fui con él.
-Ahora –dijo Luke- ya sólo nos queda esperar.
Por fin llegó. Era un paquetito liso con el mismo dibujo que habíamos visto en El Mundo Infantil grabado en la cubierta. No llegaba a pesar una libra, ni siquiera media. Las manos de Luke temblaban al abrir el paquete. Yo tenía la angustiante sensación de que algo no iba bien. En el paquete se veía un pedazo de papel escrito. Decía así:

“Queridos niños: Aquí tienen su zepelín con instrucciones para manejarlo. Si las siguen cuidadosamente, este juguete ascenderá y se mantendrá en el aire unos veinte segundos”.

Y una serie de cosas por el estilo.
Luke siguió las instrucciones cuidadosamente y sopló en la funda de papel de seda hasta casi llenarla y la funda se desinfló de un modo lamentable, igual que se desinflan los globos.
Eso fue todo. Aquél fue nuestro zepelín. Luke no llegaba a entenderlo.
-En el dibujo se veía a dos chicos de pie en la cesta –decía-. Yo creía que el zepelín iba a llegar en un tren de carga.
Luego se puso a hablar en su lenguaje secreto.
-¿Qué estás diciendo, Luke? –le pregunté.
-Cosas buenas que tú no puedes entender –me contestó.
Luke rompió lo que quedaba del zepelín e hizo añicos el papel de seda. Luego se fue al granero, tomó un montón de tablas y clavos, tomó el martillo y se puso a clavar más tablas.