miércoles, 6 de mayo de 2009

Los niños del coro, de William Saroyan

Uno de los rasgos más curioso y encantadores de nuestro país es la facilidad con que esa buena gente cambia de ésta a otra religión, de ninguna determinada a la primera que se presenta, sin sentir frío ni calor y conduciéndose honestamente dentro de un candor absoluto.
Yo mismo, por ejemplo, al nacer era, digamos, católico, aunque no fui bautizado hasta los trece años, circunstancia esta que, recuerdo muy bien, irritó mucho al cura y le hizo preguntar a mi familia si estaban locos, a lo cual los míos respondieron:
-es que hemos estado fuera.
-Trece años y todavía sin bautizar –gritó el cura-. ¿Qué clase de gente son ustedes?
-La mayoría –respondió mi tío Meliá- somos agricultores, aunque también tenemos nuestros grandes hombres.
Era un sábado por la tarde. La ceremonia en total no duró más de siete minutos, pero aun después de bautizado, me fue imposible darme cuenta de haber cambiado en lo más mínimo.
-Bien –dijo mi abuela-. Ya estás bautizado. ¿Sientes que eres mejor?
Por espacio de algunos meses, yo me creí en el deber de explicar que me había estado sintiendo inteligente, lo cual llevó a mi abuela a sospechar que estaba enfermo de alguna misteriosa enfermedad o volviéndome loco.
-Me parece que me encuentro igual.
-¿Lo crees ahora? –me gritó-. ¿O te quedan dudas todavía?
-Me sería muy fácil decir que sí lo creo –dije yo-. Pero en realidad no estoy muy seguro. Naturalmente yo quiero ser cristiano.
-Bueno –dijo mi abuela-, entonces créelo y sigue tu camino.
Mi camino era un sí es no y bastante curioso.
Yo cantaba con los niños del coro en la iglesia presbiteriana de la calle Tulare. Por esto me daban un dólar a la semana, y ese dinero procedía de una vieja dama cristiana llamada miss Balaifal, que vivía en triste soledad en la casita cubierta de hiedra al lado de la casa de mi amigo Pandro Kolkhozin.
Este chico, lo mismo que yo, era malhablado. Quero decir que decíamos muchas palabras feas –con toda la inocencia del mundo, por lo demás- y con esto ofendíamos tanto a la señora o señorita Balaifal, que ella pensó en salvarnos ahora que aún era tiempo. Esto de dejarme salvar es una cosa de la que no tengo que arrepentirme.
Miss Balaifal, desde ahora le daré ese nombre, puesto que mientras la conocí vivía sola y porque no estoy seguro de si estaba casada ni si había pensado en casarse o se había enamorado alguna vez –tendría, en todo caso, que hacer de eso muchos años, y de haberse enamorado habría sido de algún sinvergüenza que nunca debió tomarla en serio-, miss Balaifal, como empecé a decir, era una mujer culta, que leía poemas de Robert Browning y otros poetas, y una mujer de una gran sensibilidad, de manera que cuando salía al porche de su casa para oírnos hablar podía darse cuenta de nuestros mil y un pecados, y cuando la medida se colmaba, gritaba:
-Chicos, chicos. No deben usar ese lenguaje impío.
Pero Kolkhozin, por una parte, parecía ser el chico más grosero del mundo, y por otra –a mí esta cualidad suya era lo que me hacía quererlo- el más considerado y cortés.
-Sí, miss Balaifum –decía.
-Balaifal –lo corregía la señorita-. Hagan el favor de venir. Vengan los dos.
Nos acercábamos los dos a miss Balaifal y le preguntábamos qué quería.
-¿Qué quiere usted, miss Balaifum? –decía Pandro
Miss Balaifal entonces se metía las manos en los bolsillos y sacaba un montón de folletos, y sin mirar nos daba uno a cada uno.
Mi folleto se titulaba: Redención: historia de un borracho. Y el de Pandro: La paz final, también historia de un borracho.
-¿Para qué es esto? –preguntaba Pandro.
-Quiero que ustedes, los chicos, lean estos folletos traten de ser buenos –decía miss Balaifal-. Quiero que dejen de emplear ese lenguaje tan impío.
-Pero aquí no dice nada de lenguaje impío –decía Pandro.
-sacarán una buena lección cada uno de ustedes de esos folletos –decía la señorita-. Léanlos y no usen más lenguaje impío.
-Sí, señorita –le dije yo-. ¿Nada más?
-Otra cosa –dijo miss Balaifal-. ¿Serían capaces ustedes, tan pequeños, de ayudarme a mover el órgano del comedor a la sala?
-Desde luego, miss Balaifum –decía Pandro. Cuando usted quiera.
Y entramos en la casa de la señorita, mientras ella nos daba consejos sobre cómo debíamos hacerlo sin perjudicar el instrumento ni lastimarnos nosotros mismos; y así lo llevamos, despacio, del comedor a la sala.
-Ahora lean esos folletos –dijo miss Balaifal.
-Sí, señora –dijo Pandro-. ¿Nada más?
-Bueno, ahora –dijo la señorita- me gustaría que cantaran un poco mientras yo toco el órgano.
-Yo no sé cantar, miss Balaifum –dijo Pandro.
-¡Qué tontería! –dijo la señorita-. Naturalmente que sabes cantar, Pedro.
-Pandro, no Pedro –dijo Pandro-.. Pedro es el nombre de mi primo.
En realidad Pandro se llamaba Pantalo, que en armenio significa “pantalones”. Pero cuando empezó a ir a la escuela, la maestra no había hecho caso de eso o no le había gustado cómo sonaba, y había escrito en su ficha: Pandro. Lo mismo había ocurrido con su primo, cuyo verdadero nombre era Bedros, con b suave, y que a su vez se lo habían cambiado en la escuela por pedro. Por lo demás, todo estaba muy bien, y con ello no se hacía daño a nadie.
Sin responderle nada a Pandro, la vieja señorita se sentó en el sillón, puso los pies en los pedales del órgano, sin darnos ninguna instrucción a nosotros, y empezó a tocar un canto que, a juzgar por su monotonía, era indudablemente religioso. Al cabo de un momento, empezó a cantar. Pandro, en voz baja, pronunció una palabra impía, si no grosera, que por suerte miss Balaifal no oyó. La voz de miss Balaifal no era, por lo demás, nada extraordinario. Los pedales sonaban más que ella, las voces del órgano no eran nada claras, pero aun así era posible darse cuenta de que la voz de miss Balaifal no era una maravilla.
-¡Galilea, clara Galilea! –cantó.
Entonces se volvió a nosotros, nos hizo una señal y dijo:
-Ahora canten. Canten, niños.
No sabíamos ni las palabras ni la música, pero parecía que aquella mutua cortesía exigía de nosotros al menos un honesto esfuerzo, que hicimos, tratando en lo posible de seguir la música que venía del órgano y de las dramáticas palabras de miss Balaifal.
-Él fue el señor de la tormenta en la furiosa Galilea –cantó.
En total, intentamos cantar tres cantos. Al fin de cada uno, Pandro decía_
-Muchas gracias, miss Balaifum. ¿Podemos irnos ya?
Por fin se levantó del órgano y dijo:
-Estoy segura de que serán mejores con esto. Si malos amigos los invitasen a beber, apártense de ellos.
-Nos apartaremos, miss Balaifum –dijo Pandro-. ¿Verdad, Aram?
-Yo sí me apartaré –dije.
-Y yo también –dijo Pandro.
-Lean los folletos –dijo ella-. No es demasiado tarde.
-Los leeremos –dijo Pandro-. Tan pronto como tengamos tiempo.
Salimos de la casa de la señorita y volvimos al corral que había en frente de la casa de Pandro y empezamos a leer los folletos. Antes de que llegáramos a la mitad, apareció la señorita bajo el porche y con voz muy alta y excitada dijo:
-¿Cuál de ustedes es?
-¿Cuál de nosotros es qué? –dijo Pandro.
Estaba muy asustado.
-¿Cuál de ustedes es el que cantó?
-Hemos cantado los dos -dije yo.
-No –dijo miss Balaifal-. Uno de ustedes ha cantado. Uno de ustedes tiene una hermosa voz cristiana.
-Yo no –dijo Pandro.
-Tú –dijo miss Balaifal, dirigiéndose a mí-. Tú, Eugenio. ¿Eres tú?
-Aram –dije yo-. No Eugenio. No, me parece que yo tampoco he sido.
-Vengan, niños –dijo miss Balaifal-
-¿Cuál? –dijo Pandro.
-Los dos –dijo la señorita.
Cuando estuvimos otra vez en su casa y miss Balaifal se sentó al órgano de nuevo, Pandro dijo:
-Yo no quiero cantar. No me gusta cantar.
-Canta tú .me dijo la señorita.
Yo canté.
Miss Balaifal saltó de su asiento.
-Tú, eres tú –dijo-. Tienes que cantar en la iglesia.
-Yo no quiero -dije.
-No debes usar lenguaje impío –dijo ella.
-No estoy usando lenguaje impío –dije- y le prometo no volver a usar lenguaje impío mientras viva, pero no cantaré en la iglesia.
-Tienes una voz que es la voz más cristiana que he oído nunca –dijo miss Balaifal.
-No lo es –dije yo.
-Sí, sí lo es – dijo miss Balaifal.
-Bueno, pero yo no cantaré en ninguna parte.
-Tienes que cantar, tienes que cantar –dijo miss Balaifal.
-Muchas gracias, miss Balaifum –dijo Pandro-. ¿Podemos irnos ya? Éste no quiere cantar en la iglesia.
-Tiene que cantar, tiene que cantar –insistió miss Balaifal.
-¿Por qué? –dijo Pandro.
-Por el bien de su alma.
Pandro susurró de nuevo aquella palabra impía.
-Ahora dime –dijo la señorita-, ¿cómo te llamas?
Yo le dije mi nombre.
-¿Tú eres, desde luego, cristiano?
-Creo que sí -le dije.
-Presbiteriano, naturalmente.
-Eso no lo sé.
-Lo eres –dijo la señorita-. Desde luego que lo eres. Quiero que cantes en la iglesia presbiteriana de la calle Tulare, en el coro de niños, el domingo.
-¿Y eso por qué? –dijo Pandro.
-Necesitamos vos –explicó la señorita-. Necesitamos voces juveniles. Hacen falta cantores. Cantarás el domingo próximo.
-No me gusta cantar –dije yo-. No me gusta tampoco ir a la iglesia.
-Jóvenes –dijo miss Balaifal-, siéntense, tengo que hablarles.
Nos sentamos. Miss Balaifal nos habló por lo menos durante media hora.
Nosotros no creíamos una palabra de todo eso, aunque por cortesía respondimos a sus preguntas como sabíamos que ella esperaba que debíamos responder, pero cuando nos dijo que nos pusiéramos de rodillas mientras rezaba, no quisimos. Miss Balaifal estuvo discutiendo este punto un poco más y luego decidió dejarnos hacer lo que quisiéramos, aunque no por mucho tiempo. Después volvió a la carga, pero nos negamos de nuevo. Pandro dijo que le moveríamos de lugar otra vez el órgano o cualquier otra cosa, pero que no nos pondríamos de rodillas.
-Bueno –dijo miss Balaifal-. ¿Quieren cerrar los ojos?
-¿Por qué? –dijo Pandro.
-Es costumbre que todo el mundo cierre los ojos mientras alguien está rezando.
-¿Quién está rezando? –dijo Pandro.
-Nadie todavía –dijo miss Balaifal-, Pero si me prometen cerrar los ojos, yo rezaré. Pero me han prometido cerrar los ojos.
-¿Para qué quiere usted rezar? –preguntó Pandro.
-rezar un poco por ustedes no les hará ningún mal –dijo miss Balaifal-. ¿Cerrarán los ojos?
-Bueno, muy bien –dijo Pandro.
Cerramos efectivamente los ojos y miss Balaifal rezó. Y no fue precisamente una oración breve, sino una de largo alcance.
-Amén –dijo-. Ahora, jóvenes, ¿no se sienten mejor?
-Sí que nos sentimos mejor –dijo Pandro-. ¿Nos podemos ir ya, miss Balaifum? En cualquier ocasión que haga falta mover el órgano nosotros vendremos.
-Canta hasta donde alcance tu voz –me dijo miss Balaifal- y apártate del mal compañero que te arrastra a la bebida.
-Sí, señora –dije.
-¿Sabes dónde está la iglesia? –me preguntó.
-¿Qué iglesia? –dije yo.
-La iglesia presbiteriana de la calle Tulare –dijo ella.
-Sí, sé dónde está.
-Mr. Sherwin te esperará el domingo por la mañana, a las nueve y media.
Yo me sentía materialmente acorralado y sin escapatoria.
Pandro vino conmigo a la iglesia el domingo, pero se negó a ponerse con los niños del coro y cantar. Se sentó en la última fila y observó. Por mi parte, jamás en mi vida me he sentido menos contento, a pesar de los cánticos.
-Jamás en la vida -le dije a Pandro al terminar aquello.
Al domingo siguiente, naturalmente, no aparecí, pero de nada me sirvió, porque miss Balaifal nos arrastró a su casa otra vez, tocó el órgano, nos hizo ensayar aquellos cánticos, rezó y se manifestó inexorablemente decidida a incorporarme a los niños del coro. Yo me negué de plano, y entonces miss Balaifal decidió asentar todo el edificio sobre bases más mundanas.
-Tú tienes una voz cristiana como hay pocas –me explicó-. Una de esas voces que necesita la religión. Tú mismo eres profundamente religioso, aunque todavía no te das cuenta de ello. Por lo tanto te pido que cantes para mí todos los domingos. Yo te pagaré.
-¿Cuánto? -dijo Pandro.
-Cincuenta centavos –dijo miss Balaifal.
Solíamos cantar cuatro o cinco cantos, lo cual nos llevaba alrededor de media hora, aunque después teníamos que estar sentados otra hora mientras el predicador despachaba el sermón. En resumen: no valía la pena.
Por eso mismo yo no le contesté siquiera.
-Setenta y cinco centavos –indicó miss Balaifal.
El aire allá era muy denso; el predicador, muy pesado; todo ello producía una sensación deprimente.
-Un dólar –dijo miss Balaifal-. Ni un centavo más.
-Un dólar y cuarto –dijo Pandro.
-Ni un centavo más de un dólar –dijo miss Balaifal.
-Tiene la mejor voz de todo el coro –dijo Pandro-. ¿Un dólar? Una voz como ésta vale dos dólares en cualquier otra religión.
-Yo ya he hecho mi oferta –dijo miss Balaifal.
-Hay otras religiones –dijo Pandro.
Este argumento trastornó a miss Balaifal.
-Su voz –pronunció amargamente- es una voz cristiana, y lo que es más, presbiteriana.
-Los baptistas se darían por muy satisfechos por lograr una voz como ésta por dos dólares –dijo Pandro.
-¡Los baptistas! –exclamó miss Balaifal con un cierto, me duele decirlo, desprecio.
-No son nada diferentes de los presbiterianos –dijo Pandro.
-Un dólar –dijo miss Balaifal-. Un dólar y lo incluyo en el programa.
-A mí no me gusta cantar, miss Balaifal –dije yo.
-Sí, sí te gusta –dijo ella. Crees que no te gusta. Si pudieras verte la cara cuando cantas…

-Tiene una voz de ángel –dijo Pandro.
-Ya arreglaremos cuentas tú yo –le dije a Pandro en armenio.
-No es una voz de un dólar –dijo Pandro.
.Muy bien. Jóvenes –dijo miss Balaifal-. Un dólar y quince centavos pero nada más.
Un dólar veinticinco –dijo Pandro, o nos vamos a los baptistas.
-Está bien –dijo miss Balaifal-, pero tengo que decirles que saben negociar.
-Espere un minuto –le dije-. A mí no me gusta cantar. Yo no quiero cantar ni por un dólar y cuarto ni por nada.
-La palabra es la panera –dijo miss Balaifal.
-Yo no he dado mi palabra –dije-. Ha sido Pandro quien la dio. Que cante él.
-Él no sabe cantar –dijo miss Balaifal.
-Yo tengo la peor voz del mundo –dijo Pandro.
-Por su pobre voz nadie daría ni diez centavos.
-Ni siquiera un cupro –dijo Pandro.
-Bueno –dije. Yo no voy a cantar, ni por un dólar y cuarto ni por nada. Yo no quiero dinero.
-Usted ha dado su palabra –dijo miss Balaifal.
-Sí que la has dado –dijo Pandro.
Yo entonces salté sobre Pandro en la misma sala de miss Balaifal y empecé a pelearme con él. La vieja señorita intentó separarnos, pero como le fue imposible determinar cuál de los dos era el de la voz de ángel, decidió ponerse a rezar. Y la pelea continuó hasta que la mayoría de los muebles de la sala quedaron golpeados, excepto el órgano. El match fue nulo, pues los dos combatientes, agotados, al final nos dejamos caer de espaldas.
Miss Balaifal dejó de rezar y dijo:
-El domingo, pues, un dólar y cuarto.
Yo tardé todavía un poco en recobrar el aliento.
-Miss Balaifal –le dije-, yo cantaré en el coro únicamente si Pandro también canta.
-Pero esa voz que tiene es horrible.
-Eso a mí no me importa –dije-. Si yo canto, él también tiene que cantar.
-Tengo miedo de que nos eche a perder el coro.
-Él irá allí todos los domingos –repetí- o, de lo contrario, no hay nada que hacer.
-Bueno, bueno: veamos –dijo miss Balaifal.
Y dedicó un largo tiempo a pensar.
-Supongamos que él va a arriba y está en el coro –dijo miss Balaifal-, pero no canta. Supongamos que hace que canta.
-Eso a mí me da igual –dije yo-, pero estará arriba todo el tiempo.
-¿Qué es lo que yo tengo que hacer? –preguntó Pandro.
-Bueno, bueno –dijo miss Balaifal-, pero no creas que te voy a pagar también.
-Si subo al coro –dijo Pandro-, me tendrán que pagar.
-Muy bien –dijo miss Balaifal-. Un dólar veinticinco por el que canta y veinticinco centavos por el que no canta.
-Yo tengo la peor voz del mundo –dijo Pandro.
-Usted debe ser razonable –dijo miss Balaifal-. Después de todo, usted no tiene que cantar. Sólo tiene que estar allí con los otros chicos.
-Veinticinco centavos no es bastante –dijo Pandro.
Nos levantamos del suelo y empezamos a arreglar los muebles.
-Muy bien –dijo miss Balaifal-. Un dólar por el que canta y treinta y cinco centavos por el otro.
-Súbalo a cincuenta –dijo Pandro.
-Muy bien .dijo miss Balaifal. Un dólar para ti y cincuenta centavos para ti.
-¿Empezamos a trabajar el domingo próximo? –preguntó Pandro.
-Claro –dijo miss Balaifal-. Les pagaré después de cada oficio. Ni una palabra de esto a los otros chicos del coro.
-No diremos una palabra a nadie –dijo Pandro.
De este modo. A los once años de mi vida, me convertí, digamos, en presbiteriano, al menos los domingos por la mañana. No era por el dinero. Era por una palabra dada, y era porque miss Balaifal se había empeñado en hacerme cantar para su religión.
Como empecé a decir hace seis o siete minutos, un rasgo curioso de nuestro país es la facilidad con que cualquiera de nosotros –al menos todos los que yo conozco- están dispuestos a cambiar de religión, sin hacer mal a nadie con ello. A los trece años me bautizaron en la iglesia católica Armenia, a pesar de que seguía cantando para los presbiterianos y a pesar de que en mi interior me iba volviendo un poco escéptico, digamos, de todos los credos religiosos, y prefería comprender las cosas por mí mismo y entenderme con la Divinidad por mis propios medios. Precisamente después de que me bautizaron, sentí en mi corazón un profundo descontento.
A los dos meses del bautismo cambió mi voz y mi contrato con miss Balaifal quedó cancelado, con gran alivio por mi parte; para ella fue un golpe terrible.
En cuanto a la Iglesia Católica Armenia de la Avenida Ventura, sólo iba para Navidad y Pascua. El resto del año andaba de una religión a otra, y como en resumidas cuentas no era peor por eso, mi fe de hoy, como la de la mayoría de los norteamericanos, consiste en creer en todas las religiones, incluyendo la mía, pero sin mala voluntad hacia nadie, crea o deje de creer, con tal