miércoles, 22 de junio de 2011

NUEVA VISITA A UN MUNDO FELIZ, DE ALDOUS HUXLEY CAPÍTULO VI

VI

EL ARTE DE VENDER


La supervivencia de la democracia depende de la capacidad de un gran número de personas para optar con sentido realista a la luz de la información adecuada. Una dictadura, en cambio, se mantiene censurando o deformando los hechos y apelando no a la razón, no al ilustrado interés personal, sino a la pasión y el prejuicio, a las poderosas "fuerzas ocultas", según Hitler las llamaba, que se hallan presentes en las inconscientes profundidades de todas las mentes humanas.
En el Oeste, se proclaman los principios democráticos y muchos publicistas capaces y concienzudos hacen cuanto pueden para procurar a los electores una información adecuada e inducirlos, con argumentos racionales, a una opción realista que tenga en cuenta esa información. Todo esto es para bien. Pero, por desgracia, la propaganda en las democracias occidentales, sobre todo en los Estados Unidos, tiene dos caras y una personalidad dividida. A cargo del departamento editorial se halla frecuentemente un democrático doctor Jekyll, un propagandista que se sentiría muy feliz de demostrar que John Dewey había estado en lo cierto respecto a la capacidad de la naturaleza humana para atenerse a la verdad y la razón. Pero este dignísimo hombre gobierna sólo una parte del mecanismo de la comunicación en masa. A cargo de la publicidad vemos al antidemocrático, por antirracional, señor Hyde o, mejor dicho, doctor Hyde, pues Hyde es actualmente doctor en psicología y tiene también un título universitario en ciencias sociales. Este doctor Hyde se sentiría realmente muy desdichado si todo el mundo viviera conforme a la fe que John Dewey tenía en la naturaleza humana. La verdad y la razón son asuntos de Jekyll, no de Hyde. Pues este Hyde es un analista de motivaciones, un Motivation Analyst, y su misión es estudiar las debilidades y flaquezas humanas, investigar esos deseos y miedos inconscientes que determinan parte tan importante del pensar consciente y el obrar abierto de los hombres. Y hace esto, no con el espíritu del moralista que trata de hacer mejor a la gente, o del médico que desearía mejorar la salud del paciente, sino simplemente con objeto de abusar de la ignorancia de los demás y explotar su falta de racionalidad en beneficio de quienes lo han contratado. Cabe, sin embargo, que se alegue que, al fin y al cabo, "el capitalismo ha muerto y el consumidorismo es rey" y que el consumidorismo exige los servicios de vendedores expertos, muy entendidos en todas las artes (incluidas las más insidiosas) de la persuasión. Bajo un sistema de libre empresa, la propaganda comercial por todos y cada uno de los medios es absolutamente indispensable. Pero lo indispensable no es necesariamente deseable. Lo que es demostrablemente bueno en la esfera de la economía puede distar de ser bueno para los hombres y mujeres como electores o hasta simplemente como seres humanos. Una generación anterior y más moralista se escandalizaría muchísimo ante el suave cinismo de los analistas de motivaciones. Actualmente, leemos un libro como The Hidden Persuaders, de Vance Packard, y nos divierte en mayor medida que nos horripila, nos deja más resignados que indignados. Supuesto Freud, supuesto el behaviorismo, supuesta la crónicamente desesperada necesidad de un consumo en masa que tiene el productor en masa, todo esto es lo que cabía esperar. Pero permítasenos que preguntemos: ¿qué es lo que cabe esperar en el futuro? ¿Las actividades de Hyde son compatibles a la larga con las de Jekyll? ¿Puede tener éxito una campaña en favor de la racionalidad cuando choca con otra todavía más vigorosa en favor de la irracionalidad? Son preguntas que por el momento no trataré de contestar, pero que dejaré colgando, por decirlo así, sobre nuestro estudio de los métodos de persuasión en masa en una sociedad democrática tecnológicamente avanzada.
La tarea del propagandista comercial en una democracia es en ciertos aspectos más fácil y en ciertos otros aspectos más difícil que la de un propagandista político empleado por un dictador establecido o un dictador en cierne. Es más fácil por cuanto casi todo el mundo parte de un prejuicio en favor de la cerveza, los cigarrillos y las heladeras, mientras que casi nadie parte de un prejuicio en favor de los tiranos. Es más difícil por cuanto el propagandista comercial no está autorizado por las reglas de su juego particular a apelar a los instintos más salvajes de su público. El anunciante de productos lácteos desearía mucho decir a sus lectores y oyentes que todas las molestias se deben a las maquinaciones de una banda de impíos fabricantes internacionales de margarina y que el deber patriótico de todos es salir a la calle y quemar las fábricas de los opresores. Las cosas así están, ay, prohibidas, y el anunciante tiene que contentarse con un planteamiento más moderado. Pero el planteamiento moderado es menos excitante que el planteamiento basado en la violencia verbal o física. A la larga, la ira y el odio son emociones que se derrotan a sí mismas. En lo inmediato, sin embargo, proporcionan altos dividendos en la forma de satisfacción psicológica y hasta fisiológica (pues liberan grandes cantidades de adrenalina y noradrenalina). La gente puede tener al principio un prejuicio inicial contra los tiranos, pero, cuando los tiranos o aspirantes a tiranos le dedican una propaganda liberadora de adrenalina sobre la perfidia del enemigo –especialmente de un enemigo lo bastante débil para que pueda ser perseguido–, muchos se inclinan a seguir con entusiasmo a quien así se expresa. En sus discursos, Hitler repetía insistentemente palabras como "odio", "fuerza", "implacable", "aplastamiento", "aniquilación", y acompañaba estas violentas palabras con ademanes todavía más violentos. Gritaba, daba alaridos, sus venas se hinchaban, su rostro se ponía violáceo. Una emoción violenta (como lo saben todos los actores y dramaturgos) es contagiosa en sumo grado. Envenenado por el maligno frenesí del orador, el auditorio bramaba, sollozaba y gritaba en una orgía de pasión sin inhibiciones. Y estas orgías eran tan gratas que la mayoría de quienes las habían experimentado volvían afanosamente en busca de más. Casi todos desean la paz y la libertad, pero son muy pocos los que tienen gran entusiasmo por las ideas, sentimientos y actos que hacen factibles esos ideales. Inversamente, casi nadie quiere la guerra o la tiranía, pero son muchos los que hallan un placer intenso en las ideas, sentimientos y actos que llevan a esas calamidades. Son ideas, sentimientos y actos demasiado peligrosos para ser explotados comercialmente. El anunciante acepta esta desventaja y hace cuanto puede con las emociones menos intoxicantes, con las formas más tranquilas de la irracionalidad.
La propaganda racional efectiva sólo es posible cuando hay una clara comprensión, por parte de todos los interesados, de la naturaleza de los símbolos y de sus relaciones con las cosas y los hechos simbolizados. La propaganda irracional depende para su eficacia de que haya una incomprensión general de la naturaleza de los símbolos. La gente sencilla tiende a igualar el símbolo con lo que el símbolo representa, a atribuir a las cosas y los hechos algunas de las cualidades que se expresan en las palabras con que el propagandista ha optado, para sus propios fines, por hablar de ellos. Examinemos un ejemplo sencillo. La mayoría de los cosméticos están hechos con lanolina, que es una mezcla de grasa lanar purificada y agua que se bate hasta transformarla en emulsión. Esta emulsión tiene muchas propiedades valiosas: penetra en la piel, no se hace rancia, es levemente antiséptica, etc. Pero los propagandistas comerciales no hablan de las genuinas virtudes de la emulsión. Le dan un nombre pintorescamente voluptuoso, hablan mentirosamente y poniendo los ojos en blanco de la belleza femenina y presentan imágenes de suntuosas rubias que nutren sus tejidos con alimento para la piel. Uno de estos propagandistas ha escrito: "Los fabricantes de cosméticos no venden lanolina; venden esperanza". Por esta esperanza, por esta deducción fraudulenta de una promesa de que serán transfiguradas, las mujeres pagarán diez y hasta veinte veces el valor de la emulsión que los propagandistas han relacionado tan hábilmente, por medio de símbolos engañadores, con un deseo femenino profundamente arraigado y casi universal: el deseo de ser más atractiva para los miembros del sexo opuesto. Los principios en que se funda esta clase de propaganda son en extremo simples. Hállase algún deseo corriente, algún difundido temor o ansiedad inconsciente; imagínese algún modo de relacionar este deseo o miedo con el producto que se quiere vender; constrúyase un puente de símbolos verbales o pictóricos por el que el cliente pueda pasar del hecho a un sueño compensatorio y del sueño a la ilusión de que nuestro producto, una vez adquirido, convertirá el sueño en realidad. "Ya no compramos naranjas; compramos vitalidad. Ya no compramos simplemente un coche; compramos prestigio." Y así con las demás cosas. Con la pasta dentífrica, por ejemplo, compramos no un mero purificador o antiséptico, sino la liberación del temor de ser sexualmente repulsivos. Con el vodka y el whisky, no compramos un veneno protoplásmico que, en pequeñas dosis, puede deprimir el sistema nervioso de un modo psicológicamente valioso; compramos amistad, camaradería, la cordialidad de Dingley Dell y el esplendor de la Mermaid Tavern. Con nuestros laxantes, compramos la salud de un dios griego y el hechizo de una de las ninfas de Diana. Con el "libro del mes", adquirimos cultura, la envidia de nuestros vecinos menos cultos y el respeto de los más refinados. En cada caso, el analista de motivaciones ha encontrado algún deseo o miedo profundamente arraigado cuya energía puede ser utilizada para inducir al consumidor a desprenderse de dinero y a hacer girar así, de modo indirecto, las ruedas de la industria. Guardada en las mentes y los cuerpos de innumerables individuos, esta energía potencial suele ser liberada y transmitida por una serie de símbolos cuidadosamente ordenados para que se eluda la racionalidad y quede obscurecido el verdadero asunto.
En ocasiones, los símbolos surten su efecto haciéndose impresionantes en forma desproporcionada, siendo obsesionantes y fascinadores por propio derecho. De esta clase son los ritos y pompas de la religión. Estas "bellezas de la santidad" fortalecen la fe allí donde ya existe y, allí donde no hay fe, contribuyen a la conversión. Como apelan únicamente al sentido estético no garantizan la verdad ni el valor moral de las doctrinas con las que, de modo completamente arbitrario, quedan asociadas. En cuanto a realidad histórica, las bellezas de la santidad han sido frecuentemente igualadas y hasta realmente superadas por las bellezas de la impiedad. Bajo Hitler, por ejemplo, las concentraciones anuales de Nuremberg eran obras maestras de ritual y arte teatral. Sir Neville Henderson, el embajador británico ante la Alemania de Hitler, escribe: "Yo había pasado seis años en San Petersburgo antes de la guerra, en los mejores días del ballet ruso, pero, como belleza grandiosa, yo nunca he visto un ballet comparable a la concentración de Nuremberg." Se piensa en Keats: "Belleza es verdad, y verdad, belleza". La identidad sólo existe, ay, en algún nivel último, supraterrenal. En las esferas de la política y la teología, la belleza es perfectamente compatible con la insensatez y la tiranía. Lo que es una gran suerte, pues si la belleza fuera incompatible con la insensatez y la tiranía, habría muy poco arte en el mundo. Las obras maestras de la pintura, la escultura y la arquitectura han sido productos de la propaganda religiosa o política, se han hecho a la mayor gloria de un dios, un gobierno o un sacerdocio. Y la mayoría de los reyes y sacerdotes han sido despóticos y todas las religiones han estado plagadas de supersticiones. El genio ha sido el servidor de la tiranía y el arte ha anunciado los méritos del culto local. Al transcurrir, el tiempo separa el buen arte de la mala metafísica. ¿Seremos capaces de hacer esta separación, no después de los sucesos, sino mientras estén ocurriendo? De eso se trata.
En la propaganda comercial, el principio del símbolo fascinador en forma desproporcionada se comprende claramente. Todo propagandista tiene su Departamento de Arte y hace constantes intentos de embellecer las carteleras con carteles impresionantes y las páginas de anuncios de las revistas con dibujos y fotografías que atraigan. No son obras maestras, pues las obras maestras atraen únicamente a un público reducido y el propagandista comercial trata de cautivar a la mayoría. Para él, el ideal es una excelencia moderada. Se espera que aquellos a quienes agrada este arte no demasiado bueno, pero lo bastante llamativo, se sientan también atraídos por los productos con los que ha sido asociado y a los que simbólicamente representa.
Otro símbolo desproporcionadamente fascinador es el Canto Comercial. El Canto Comercial es un invento reciente, pero el Canto Teológico y el Canto Piadoso –el himno y el salmo– son tan viejos como la misma religión. El Canto Militar, o sea la marcha militar, es coetáneo de la guerra, y el Canto Patriótico, precursor de nuestros himnos nacionales, fue indudablemente utilizado para promover la solidaridad de grupo, para recalcar la distinción entre "nosotros" y "ellos", por las bandas ambulantes de cazadores y recogedores de alimentos del paleolítico. Para la mayoría de las personas, la música es intrínsecamente atractiva. Además, las melodías tienden a grabarse en la mente del oyente. Una tonada puede acudir a la memoria durante toda una vida. He aquí, por ejemplo, una declaración o juicio de valoración de muy poco interés. Puestas así las cosas, nadie les dará importancia. Pero póngase una letra a una tonada pegajosa y de fácil recordación. Inmediatamente, esa letra se convierte en palabras de poder. Además, las palabras tienden a repetirse automáticamente cada vez que esa melodía sea oída o espontáneamente recordada. Orfeo ha establecido una alianza con Pavlov: el poder del sonido con el reflejo condicionado. Para el propagandista comercial, lo mismo que para sus colegas en los campos de la política y la religión, la música posee todavía otra ventaja. Cualquier disparate que sería vergonzoso que un ser razonable escribiera, dijera o escuchara, puede ser cantado u oído por ese mismo ser razonable con placer y hasta con una especie de convicción intelectual. ¿Aprenderemos a separar el placer de cantar o de escuchar una canción de esa tan humana tendencia a creer en la propaganda que la canción formula? De esto también se trata.
Gracias a la instrucción obligatoria y la prensa rotativa, el propagandista ha podido, desde hace muchos años, transmitir sus mensajes virtualmente a todos los adultos de cada país civilizado. Actualmente, gracias a la radio y la televisión, está en la feliz posición de poder comunicarse hasta con los adultos analfabetos y los niños que no han aprendido todavía a leer.
Los niños, como cabía suponerlo, son muy impresionables para la propaganda. Nada saben del mundo y de sus modos y, como consecuencia, nada recelan. Sus facultades críticas no se han desarrollado. Los de menos edad no han llegado a la edad de la razón y los de más edad carecen de la experiencia sobre la que puede trabajar con eficacia su racionalidad recién adquirida. En Europa, se llamaba en broma a los reclutas "carne de cañón". Sus hermanitos y hermanitas se han convertido ahora en carne de radio y carne de televisión. En mi infancia, se nos enseñaba a cantar cadencias infantiles y, en los hogares muy piadosos, himnos. Hoy, los pequeños farfullan cantos comerciales. ¿Qué es mejor: "¡Qué cerveza soberana la cerveza Tres Estrellas!" o "Tengo una muñeca vestida de azul"? ¿"Mambrú se fue a la guerra" o "Con Pepsodent y cepillo ponga fin a lo amarillo"? ¿Quién sabe?
"Yo no digo que debe inducirse a los chicos a que acosen a sus padres para que compren los productos anunciados en la televisión, pero, al mismo tiempo, es imposible negar que es eso lo que se hace todos los días." Así escribe el astro de uno de los muchos programas de televisión dedicados al público juvenil. "Los niños son discos vivos y parlantes –agrega– de lo que les decimos a diario." Y, a su debido tiempo, estos discos vivos y parlantes de los anuncios de la televisión se harán mayores, ganarán dinero y comprarán los productos de la industria. El señor Clyde Miller escribe con éxtasis: "Piense en lo que puede significar en beneficios para su empresa la posibilidad de acondicionar a un millón o diez millones de niños, quienes se convertirán en personas mayores adiestradas para la compra de lo que usted quiere que compren, como soldados que se ponen en movimiento en cuanto oyen la voz de mando: '¡De frente, march!"'. ¡Sí, piénselo! Y, al mismo tiempo, recuerde que los dictadores y aspirantes a dictadores han estado pensando eso mismo durante años, y que millones, decenas de millones y cientos de millones de niños están haciéndose personas mayores para comprar la mercadería ideológica del déspota local y para responder con una conducta apropiada, como adiestrados soldados, a las voces de mando que han sido inculcadas en las mentes infantiles por los propagandistas de ese mismo déspota.
La medida en que nos gobernamos a nosotros mismos está en razón inversa a nuestros números. Cuanto mayor es un distrito electoral, menos valor tiene cualquier voto determinado. Cuando es uno entre millones, el elector individual se siente impotente, una cantidad despreciable. Los candidatos a quienes ha votado están muy lejos, en lo alto de la pirámide del poder. Teóricamente, son los servidores del pueblo, pero de hecho son los servidores quienes dan las órdenes, y el pueblo, muy distante en la base de la gran pirámide, quien debe obedecer. La población en aumento y la tecnología en avance han provocado un incremento en el número y la complejidad de las organizaciones, un incremento en la cantidad de poder concentrado en las manos de las autoridades y una correspondiente disminución en la cantidad de fiscalización que ejercen los electores, unida a una disminución en la consideración del público por los procedimientos democráticos. Ya debilitadas por las vastas fuerzas impersonales que actúan en el mundo moderno, las instituciones democráticas están actualmente siendo socavadas desde dentro por los políticos y sus propagandistas.
Los seres humanos actúan de muy diversas maneras irracionales, pero todos ellos parecen capaces, si se les da la debida oportunidad, de optar razonablemente a la luz de las pruebas disponibles. Las instituciones democráticas funcionarán bien únicamente si todos los interesados hacen cuanto esté en sus manos para impartir conocimientos y fomentar la racionalidad. Sin embargo, en nuestro tiempo, en la más poderosa democracia del mundo, los políticos y sus propagandistas prefieren convertir en pura estupidez los procedimientos democráticos y recurrir casi exclusivamente a la ignorancia y la irracionalidad de los electores. En 1956, el director de una destacada revista económica nos dijo: "Ambos partidos traficarán con sus candidatos y programas adoptando los mismos métodos que utilizan las empresas para vender sus productos. Estos métodos incluyen la selección científica de las exhortaciones y la repetición deliberada... En los espacios comerciales de la radio, se repetirán frases con una intensidad bien calculada. Las carteleras se cubrirán de lemas de poder probado... Los candidatos necesitan, además de voces ricas y una buena dicción, mirar con 'sinceridad' la cámara de televisión."
Los traficantes políticos recurren únicamente a las debilidades de los votantes, nunca a su fuerza potencial. No intentan educar a las masas y capacitarlas para que se gobiernen a sí mismas; se contentan con manipularlas y explotarlas. Para este fin, se movilizan y ponen en acción todos los recursos de la psicología y las ciencias sociales. Se hacen "entrevistas en profundidad" a muestras cuidadosamente seleccionadas del cuerpo electoral. Estos entrevistadores en profundidad sacan a la superficie los temores y deseos inconscientes que más prevalecen en una sociedad dada en el momento de la elección. Luego, se eligen por medio de peritos, se prueban en lectores y públicos y se cambian o mejoran en vista de la información así obtenida series de frases e imágenes destinadas a disipar o, en caso necesario, fomentar esos temores y a satisfacer esos deseos, por lo menos simbólicamente. Una vez hecho esto, la campaña política queda preparada para quienes están a cargo de las comunicaciones en masa. Todo lo que actualmente se necesita es dinero y un candidato que pueda ser enseñado a parecer "sincero". Conforme al nuevo sistema, los principios políticos y los planes de acción específica han perdido la mayor parte de su importancia. Las cosas que realmente importan son la personalidad del candidato y la manera en que el candidato es proyectado por los peritos publicitarios.
Del modo que sea, como varón de pelo en pecho o cariñoso padre, un candidato debe ser encantador. También debe ser un animador que nunca aburra al público. Habituado a la radio y la televisión, este público exige que se lo distraiga y no cabe pedirle que se concentre o haga un prolongado esfuerzo intelectual. Todos los discursos del candidato-animador deben ser, pues, breves y tajantes. Los grandes problemas del momento deben ser zanjados en cinco minutos a lo sumo y preferiblemente (pues el público querrá pasar a algo más entretenido que la inflación o la bomba de hidrógeno) en sesenta segundos netos. La oratoria es de tal naturaleza que siempre ha habido entre políticos y clérigos la tendencia a simplificar excesivamente los asuntos complejos. Desde un pulpito o una tribuna, hasta el más concienzudo de los oradores tiene muchas dificultades para decir la verdad. Los métodos que actualmente se utilizan para colocar en el mercado a un candidato político como si fuera un desodorante garantizan de modo muy positivo el cuerpo electoral contra toda posibilidad de que escuche la verdad acerca de nada.