domingo, 10 de junio de 2012

El Dragón y la Doncella

“Orestes.- ¡Vosotras no las véis, pero yo las veo!” Esquilo, Las Coéforas, 1061-2. “…pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos.” Borges, J. L. “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto.” Heródoto corrige a Homero: cuenta que Helena nunca llegó a Troya. Una tormenta arrastró las naves troyanas hasta las costas de Egipto y Paris se vio obligado a abandonarla junto con los tesoros robados. Homero sabía todo esto –asegura Heródoto- pero prefirió ignorarlo porque no convenía a sus propósitos. Eurípides coincide con Heródoto, la verdadera Helena jamás estuvo en Troya; agrega que Paris sólo poseyó y llevó a Troya una réplica, un fantasma. El fantasma de Helena habría sido el causante de todos los acontecimientos que nos refiere Homero en la Ilíada y en la Odisea. Los aparecidos, los simulacros, abundan en la literatura. El espectro de Patroclo insepulto visita en sueños a Aquiles. Ulises, en las puertas del Hades, conversa con la sombra de Tiresias, con la de su madre, con la de Aquiles. Inútil corregir a los poetas, tienen una marcada inclinación por los fantasmas y las supercherías; una necesidad imperiosa de acercarse a la verdad de un modo oblicuo. Basta pensar en Virgilio, en la Divina Comedia, en Shakespeare, en Pedro Páramo, en Otra vuelta de tuerca. Se dice, con razón, que la obra de Henry James es ambigua. En todos sus relatos subyace la convicción de que el conocimiento humano es relativo, limitado, conjeturable. Otra vuelta de tuerca no es una excepción. Pienso, sin embargo, que la ambigüedad opera en ella de un modo peculiar. Vale la pena recordar el argumento. Una noche de Navidad, en una vieja casona de Londres, un grupo de amigos reunidos alrededor del fuego se entretiene escuchando historias de miedo. De las dos primeras historias que se cuentan no se dice demasiado. El manuscrito que contiene la tercera está en poder del dueño de casa. A través de sus palabras llegamos a saber que la autora del manuscrito, que es también la protagonista del relato, se desempeñó hace ya mucho tiempo como institutriz de su hermana y llegó a ser una persona muy próxima a sus afectos. Su nombre no se menciona y antes de iniciar la lectura se precisan los términos de una entrevista que ella, por entonces una muchacha de veinte años, mantuvo para conseguir su primer empleo. La escena transcurre en una imponente mansión de Harley Street. El hombre que la recibe es joven y atractivo. Esta circunstancia impresiona a la muchacha, que tiene una muy limitada experiencia del mundo y se siente naturalmente atraída por el caballero. Éste le explica que es tutor de dos niños, hijos de un hermano menor muerto en la India. Las condiciones del empleo que le ofrece establecen que ella deberá hacerse cargo de todo lo que se relacione con los niños sin molestarlo nunca, “pero nunca, nunca, ni llamarlo, ni quejarse, ni escribirle.” La lectura del manuscrito se inicia dando cuenta de las lógicas vacilaciones y temores de la joven ante la responsabilidad que está a punto de asumir. Lo que sigue es un viaje en diligencia, y por fin, su arribo a la residencia de Bly. Tanto el lugar como los dos niños - Flora de ocho años y Miles de diez- la deslumbran con su belleza y su encanto y las relaciones que establece con la persona que está al frente de la casa, la Sra Grose, resultan excelentes. Esta situación idílica no tarda en alterarse. La noticia de la expulsión de Miles -el colegio comunica la novedad pero nada dice de los motivos que llevaron a las autoridades a aplicar una sanción tan grave- deja atónita a la institutriz. Sin embargo, el incidente pasa a un segundo plano, porque, casi de inmediato, se producen las apariciones. En primer lugar, la imagen de un hombre, luego, la de una mujer. Cuando la protagonista describe el aspecto de ambos personajes a la Sra. Grose, ésta cree reconocerlos. Se trataría de un criado y de la anterior institutriz, ambos fallecidos. La Sra. Grose –sus palabras, al menos- sugieren la existencia de una situación de abuso sexual por parte del criado con respecto a Miles. A partir de este momento, la historia se convierte en una sórdida disputa por la posesión de los niños. Un combate entre el bien y el mal –tales son los términos del relato- que concluye con la muerte del pequeño Miles. Lo primero que debemos subrayar es, sin duda, lo más obvio: Otra vuelta de Tuerca es una historia de fantasmas. Cierto, al promediar la lectura del cuento, advertimos, tal como se ha señalado con insistencia, que sería posible entender que los fantasmas no tienen existencia real alguna y que todo el relato no es más que el delirio personal de la protagonista. Esta última observación, sin embargo, con ser atendible, resulta equívoca, al menos en la medida en que parece cuestionar lo que la historia declara de modo explícito, que Otra vuelta de Tuerca es, ante todo, un relato de fantasmas. James no se propuso contar en primer término las visiones paranoicas de una institutriz, para sugerirnos después que podría no tratarse de fantasías sino de verdaderos fantasmas. Lo que James escribió es, en sentido estricto, una historia de espectros especialmente sórdida. El relato de la institutriz no es el único relato que escuchan esa noche los invitados. Su lectura aparece precedida por otros dos cuentos de espectros. Se trata, por supuesto, de historias siniestras, “como esencialmente debe serlo toda extraña historia contada una noche de Navidad” tal como lo expresa el propio James. El primer cuento, el fantasma de Griffin, refiere una aparición sobrenatural que tiene por testigos a un niño pequeño y a su madre. El segundo es “una historia bastante ineficaz” de la que nada se dice. Cuando llega el turno del manuscrito, Douglas, el dueño de casa, observa: “está más allá de todo”, “no conozco nada en el mundo que se le aproxime.” Antes de seguir avanzando, sin embargo, debemos examinar, aunque que más no sea de un modo somero, las dos interpretaciones posibles de la historia, la que se inclina por el delirio de la protagonista y la que propone la realidad de los fantasmas. Una vez admitida la hipótesis del delirio lo primero que descubrimos es que todo se vuelve conjeturable. ¿Dónde comienzan y dónde terminan las alucinaciones? ¿Incluyen a la mansión de Harley Street, a la residencia de Bly, a la Sra. Grose, a los niños y a toda la servidumbre o se limitan a los dos aparecidos? Si aceptamos, no sin arbitrariedad, que salvo en lo que atañe a los fantasmas, el relato de la institutriz es verídico, deberemos aceptar también que ni sus alucinaciones ni la muerte del pequeño Miles, le han impedido continuar sin sobresaltos su carrera docente en casa del propio Douglas. En esta nueva etapa no sólo ha desaparecido hasta la menor huella de los graves trastornos que padeciera, sino que llega a desempeñarse de un modo admirable. El mismo Douglas se encarga de ponderar su firmeza, su coraje, su sensibilidad. Ni el menor rastro de desequilibrio, ni la menor perturbación, ni en el presente ni en el pasado. En lo que se refiere a la hipótesis de los fantasmas, debe recordarse que cuando la protagonista describe la imagen de los dos aparecidos, la señora Grose -tal como lo señalamos- los reconoce de inmediato. En su descripción, la institutriz hace hincapié en el aspecto siniestro, amenazador, de ambas imágenes. Las personas con las cuales la señora Grose los identifica -un antiguo criado de apellido Quint y la señorita Jessel, la anterior institutriz- han muerto no hace mucho tiempo. Ambos mantenían entre sí una relación sentimental y el señor Quint “se tomaba demasiadas libertades” con el niño, “demasiadas libertades con todos”. La mención del abuso sexual vuelve más sórdida la presencia de estos seres, agrava su malignidad, y proyecta una luz aciaga sobre la conducta de los niños. Sospechar que los niños simulan, que son cómplices, que se conducen con una astucia que excede su edad, es empezar a comprender que están vinculados con algo que, para decirlo con las palabras de Douglas, “está más allá de todo”. En efecto, algo muy perverso ha sucedido y la presencia del mal, de un mal no ordinario, instaura una verdadera vuelta de tuerca en el rumbo de los acontecimientos. Empero, cuando la institutriz le señala a la señora Grose el fantasma de la señorita Jessel a pocos metros de distancia, al alcance de su vista, ésta exclama: “- ¡Qué propensión horrible, señorita! ¿Dónde ve usted la menor cosa?” La observación parecería confirmar la hipótesis del delirio. El argumento sería el siguiente: sólo una persona declara haber visto a los fantasmas, la institutriz, ergo los fantasmas no existen. Pero en el caso del “fantasma de Griffin”, la madre y el niño tienen la misma visión al mismo tiempo. Aquí la explicación psicológica parece inadecuada, dos delirios simultáneos son muchos delirios, ergo el fantasma de Griffin existe. Sin embargo, que el fantasma haya sido visto por la institutriz y no por la señora Grose, se me ocurre, no es necesariamente prueba de su inexistencia. Que el fantasma de Griffin, a su vez, haya sido atestiguado por dos personas al mismo tiempo, no sirve tampoco como prueba de su existencia. El argumento es inconsistente. Los fantasmas no son meramente visibles o meramente invisibles, son visibles e invisibles sin contradicción y su existencia o su inexistencia no puede ser probada. Eso, al menos, parece sospechar la señora. Grose, para quien el hecho de no haber podido ver al fantasma no le plantea un inconveniente insalvable. “-Entonces (...) usted cree.. -Creo (…) -¿Quiere decirme que, desde ayer, usted ha visto...? Negó dignamente con la cabeza: -¡He oído! -¿Oído? -De boca de esa niña.... ¡horrores! ¡Ahí lo tiene! –suspiró con trágico alivio- Por mi honor, señorita, ¡dice cada cosa!” La señora Grose no ha visto las figuras espectrales de Jessel y de Quint, pero no por ello ha dejado de advertir, al igual que la protagonista, el modo maduro, impropio de su edad, con el que Miles se maneja, la habilidad, la discreción con que enfrenta los interrogatorios y sobrelleva las insinuaciones, “su secreta precocidad”. Lo mismo ocurre con la pequeña Flora: “...en esos momentos no es una niñita. Es una mujer vieja, vieja.”, exclama la señora Grose. Pero éstos son los tramos finales del proceso. Para alcanzarlos la protagonista ha debido admitir, resignarse a admitir, que tanto la belleza de la residencia Bly, como el encanto y la inocencia de los niños, eran apenas una parte -la más engañosa- del espectáculo que se ofrecía. Había otros elementos, otros poderes –potencias de una perversidad desconocida- que operaban en el paisaje y que, por cierto, no tardaron en manifestarse. Toda la serie de penosos incidentes que se sucedieron (la expulsión de Miles del colegio, el episodio de la vela, el robo de la carta) no han hecho más que confirmar sus peores sospechas. La hipótesis del delirio se apoya en la ambigüedad de la historia. El cuento no dice de modo indudable que se trate de aparecidos, es ambiguo, por consiguiente es preferible leerlo como la fantasía de una mente perturbada. Entiendo, sin embargo, que no se le pueden exigir documentos a un fantasma. Entiendo que si se hace la cuenta con honestidad el resultado final no favorece la interpretación psicológica o, para decirlo de otra manera, las contradicciones y los enigmas ocupan un lugar excesivo en la hipótesis del delirio. No resulta fácil, como ya observamos, entender la conducta impecable de la institutriz en casa de Douglas inmediatamente después de los acontecimientos aberrantes sucedidos en la residencia de Bly, tampoco resulta fácil entender el dictamen de la señora Grose (tan insospechable del menor extravío) con respecto a los fantasmas, ni la desaparición de la carta, ni la expulsión del colegio y así hasta el final. El inventario apunta en otra dirección. Pienso (todo induce a pensarlo) que la sola posibilidad de que el relato no fuera más que una fantasía enfermiza, habría significado una grave decepción para los amigos de Douglas. Este cuento no estaría “más allá de todo”, no sería una historia de verdadero terror como las que ellos aman y creo que tendrían razón en sentirse decepcionados. Negar dogmáticamente la existencia de espectros puede resultar reconfortante para el intelecto pero implica siempre un grave perjuicio para la imaginación. El pasaje de lo sobrenatural a lo patológico arruina el relato, lo vuelve razonable, lo aproxima de un modo inconveniente a un historial clínico. Una bebida demasiado inocente para lectores de fondo. Hay, además, algo arrogante en el intelecto que los escritores de este tipo de ficciones, en especial los más inteligentes, tratan de evitar. Tener razón, toda la razón todo el tiempo, no sólo lo convierte a uno en un “bachiller” sino que, por lo común, termina con la historia. El gran miedo, el terror pánico de los antiguos, tenía poderes convocantes, era un centro místico. Algo similar, aunque de otro orden, ocurría con el canto de Orfeo. Todos los seres -los hombres, los animales, la entera naturaleza- se olvidaban de sí mismos, quedaban pendientes del canto. En los verdaderos relatos de terror, el terror es una suerte de Orfeo. Ignoro si Henry James fue agnóstico, escéptico, presbiteriano o simplemente una persona nada afecta a las supersticiones. Entiendo que en lo que se refiere a la literatura, esa circunstancia es poco significativa. ¿Creía Shakespeare en fantasmas? Pienso que cuando escribió Hamlet creía en la sombra del rey y estoy convencido de que cuando Henry James escribió Otra vuelta de tuerca creía en fantasmas con todo su corazón, de otro modo no hubiera podido concebir esa fascinante historia de aparecidos. Si Shakespeare fue creyente o incrédulo lo fue en el sentido en que todos somos incrédulos o creyentes o cualquier otra cosa que imaginemos ser, no en forma permanente, no todo el tiempo. Pero Shakespeare, al igual que Henry James, fue sobre todo un artista y esta circunstancia me parece decisiva. Quiero decir que no sólo creyó en fantasmas, algunas veces también creyó ser un rey y un traidor y un mendigo y un amante desesperado y muchísimos otros individuos, no todo el tiempo, por supuesto, no en forma permanente. Sospecho que algunas personas se obstinan tanto en negar el elemento sobrenatural en Otra vuelta de tuerca para no tener que reprocharle a James la inconsistencia de sus presuntas creencias: ¿Cómo escribió usted una historia de fantasmas? ¿No era usted acaso escéptico o agnóstico o presbiteriano o lo que usted solía creer que era? En lo que atañe a la religiosidad de la obra de James –pienso en sus últimas novelas, Las alas de la paloma, La copa dorada- no creo que el significado de esos títulos pueda ser reducido sin más a una simple búsqueda de propósitos estéticos. Me parece razonable afirmar, en todo caso, que su apartamiento de todo dogma religioso particular -como observa Eliot- corrió parejo con su capacidad para percibir realidades de orden espiritual. La ambigüedad no es en James, por otra parte, un recurso literario. James no se vale de ella para obtener un efecto determinado. Muy por el contrario, la ambigüedad del mundo es aquello que se le impone. Y esta percepción de la ambigüedad esencial del mundo es precisamente la que le permite advertir que un día soleado y apacible no es tan solo un día soleado y apacible, que toda explicación, que todo discurso sobre el mundo es muy inferior al mundo, no le hace justicia. Pero la ambigüedad, la irresolución, que es una de las claves de su obra, es también el rasgo central de los relatos de hadas, de espectros, de horror. ¿Acaso no es la indeterminación, la ambigüedad, la sustancia misma de lo fantasmático? Y su sentido profundo no tiene que ver con la negación o el escepticismo, como podría suponerse, (como de hecho se ha supuesto en este caso) sino con la aprehensión de otras instancias de la realidad no discernibles en los relatos naturalistas. A veces, es el convencimiento de que algo anómalo está sucediendo o está a punto de suceder, algo que no puede ser determinado ni reducido pero que se manifiesta de modo inequívoco. A veces es el terror que se deriva de la percepción de lo ominoso, de lo perverso, de formas del mal no ordinarias que, como sabía James, no pueden mirarse cara a cara. A veces, es Otra vuelta de Tuerca, donde el dragón y la doncella repiten una vez más la vieja historia, el eterno combate de los ángeles que, en ocasiones, como en el Moby Dick, concluye en un naufragio. En Eurídice en sombras, de Ricardo Rey Beckford. Ediciones Último Reino. Buenos Aires, 2009