miércoles, 15 de abril de 2009

Un solitario, de Sara Gallardo

A H. A. M.


La vida de un solitario es exactamente eso: la vida de un solitario. Nadie disperso en la existencia plural de la familia puede suponer con precisión las formas en que van cristalizando ciertas percepciones del eremita. La lentitud de la corriente del hábito, la fluctuación, como bandera que flamea en el aire adormilado del trópico, de la costumbre a la manía y de la manía a la costumbre. La atención a detalles. Una vida marcada por señales, hitos y presagios.
Liturgia, eso es. Una liturgia que resume y expresa ¿qué? Quizá sólo la adaptación, a través de los años, de un ser peculiar al enigma creciente de la existencia. Un ser que sólo puede vivir solo., y que si bien se vuelve cada vez menos comprensible para sí, está más cómodo. Cómodo en un sentido restricto. Un náufrago que se familiariza con el tablón que los sostiene, reducido a las astillas pero con cierto matiz de hospitalidad, o al menos de interpenetración mutua.
Un solitario.
Las cosas pasaron así.
Don Pino dijo que vendería su restaurant.
De los clientes, sólo los solitarios percibieron el anuncio como algunos oyen el rodar del trueno. Ésos saben. Hay augures precisos, las serpientes y los sapos. Y augures imprecisos, digamos unos pies súbitamente dolorosos. Y hay, junto a ellos, oídos indiferentes o equivocados.
El anuncio de don Pino repercutió en la imaginación de los solitarios con sonidos y ecos.
¿Qué solitarios? En rigor, había tres.
Dos en un lado, el de las mesas. Teresina, directora de escuela. Y Alberto Frin, poeta.
Esto en cuando al sector de las mesas. O sea, a dos células ocupadas antes de mediodía en el restaurant vacío, dos monosílabos resueltos en un crucigrama recién empezado.
El tercer solitario era Emilio, don Emilio. Estaba de frente a las mesas, en un pupitre. Llevaba la contabilidad. Los mozos le sometían los pedidos y las bandejas cargadas. Anotaba, cobraba, daba los vueltos. Tenía otra ocupación, la esencial para él según podía suponerse. Era la música. Todos sus discos estaban a disposición de don Pino. Del restaurant, mejor dicho. Y la música tenía algo anticuado, tangos, boleros, que volvían el lugar agradables a los comensales, pues casi no había jóvenes en las mesas. Incluso los discos de colección poseían, como se lo ratificó más de uno levantándose de la mesa y acercándose al pupitre para hablarle, inútilmente. Él no vendía sus discos.
No sólo la discoteca de Emilio estaba a disposición del retaurant sino Emilio. Es decir, trabajaba gratis. Desde unos treinta años atrás. Una naturaleza pasiva y paciente, lunar, sí, también solitaria, de pelo amarillento.
¿Cómo resonó el trueno para los solitarios de las mesas? Teresina –una fisonomía arcangélica como detrás de un vidrio grueso, difuminada- reaccionó con melancolía. Alberto con alteración profunda. Aparta de mí este cáliz.
Otro son tuvo para Emilio. Es de presumir que lo sabía de antes, aunque nadie lo viera conversar nunca con el patrón. Pero ¿es necesario conversar? Basta el lento bullir de una determinación, que va soltando burbujas espaciadas, una palabra hoy y otra mañana. O ni siquiera una palabra. La maldición ante otra imbecilidad del hijo. Un silencio. Lo sabía de antes, sí. Don Emilio no se permitió llorar por sí mismo. Murió en la primavera que siguió al cambio de dueño, sus discos ordenados en álbumes cerca de la cama.
No lo asistieron ni don Pino ni el hijo. Lo atendió uno de los mozos. Y de aquí pasamos a otro punto.
Para los mozos también aquella noticia había resonado como un trueno. Treinta años corriendo por aquel suelo, trayendo y llevando fuentes llenas y vacías, oyendo pareceres, entonándose a escondidas con el tinto de don Pino, algo son. Ingresar a los veinte, y a los cincuenta oír aquel trueno. Reaccionaron en distinta forma, la forma de cada cual. Un espíritu quedó quebrado para siempre. Otro se jubiló. Casi todos se las arreglaron.

En la jornada del anacoreta los jalones no son casuales, como en la jornada del gaviotón los peñascos de cada atardecer son en verdad el lastre que da estabilidad al día. Para Alberto Frin la comida en lo de don Pino constituía un hito de importancia. Teresina era otro caso. Tenía su escuela, sus alumnos y los padres de sus alumnos. Una red floja, tejida a un lado de la vida por así decir, y con un sentido muy preciso. Un sentido similar tenían, una red parecida eran, los mozos de don Pino para la vida de Frin.
Salía de su casa a las doce menos cuarto, casi siempre temblando de frío. Compraba cigarrillos en la mitad de cuadra. Seguía gasta el restaurant. La compra de cigarrillos era el primer mojón. Que alguna mañana no hubiera la marca que él fumaba suponía una especie de perturbación. Algo difícilmente aceptable como el azar. Hasta los vecinos que encontraba o dejaba de encontrar en el ascensor, tenían su sentido.
Estos hechos, que el miembro de una familia suele absorber sin reparo, marcan las horas de ciertos solitarios sensibles. Son como palabras impresas en mayúsculas.
Los mozos de Pino con sus sacos blancos y sus idiosincrasias eran esenciales para Frin. Lo habían sido a través de los años. Un factor educativo. Medicinal. La sarcástica ternura, la amistad verdadera encubierta en bromas habían conducido a aquel joven demasiado solitario a la confianza en el género humano –bajo alguna de sus formas-, casi hasta esa suerte de abandono o al menos de capacidad de reclinación que únicamente logra el amor.
Amor, no otra cosa, daban y le habían dado, esa leche del alma. Aquellos hombres habían sido las nodrizas de una sed siempre excesiva, violentamente disimulada. Las fuentes, secretas, pero recónditas vías, de un apaciguamiento espiritual. Por otra parte, cuando el pasar de los años reveló a la atención de Frin, en la manera de dar un paso, en cierta forma de portar la bandeja, esa condición de mortalidad cuyo descubrimiento hiere con el cauterio de la compasión a los imaginativos, los mozos supieron defenderse. Levantaron el escudo del humorismo.
El humorismo, encarnación de la inmortalidad humana, se alzaba rechazando el .nunca demostrado- fluido de la compasión. Mejor dicho, no rechazando. Asimilándolo de cierto modo beneficioso para ambas partes. Excluyendo la blasfemia del sentimentalismo. Pues no hay amistad sin compasión. Ellos, los compadecidos, ¿no habían sentido, no sentían compasión por aquel joven demasiado orgulloso, demasiado susceptible, al par de ellos llegó a la cincuentena? Eran amigos.
Allí se tejía la tela del amor. Ni más ni menos. Cada almuerzo, cada mediodía. No había preguntas, virilmente, ni confidencias. Una ausencia larga, la publicación de un libro anunciada en un diario no derivaban hacia notas demasiado personales, como ocurre en cuanto hablan las mujeres. La delicadeza –que como el pudor es más genuina y exquisita en los hombres- se esmeraba por todas partes. Ya podía ser pesada la música de don Emilio, como hierro al rojo en el oído del nervioso viandante, y no se quejaría. O un poco reiterada la opinión de éste sobre los platos del restaurant, los mozos la recibirían como inédita.

Ahora hay que imaginar el agua en movimiento, el turbio espejo con remolinos, por lo común poco visibles, que constituye la vida. Agua. ¿Qué es el agua aparentemente inmóvil y a la vez viva para una banda de turistas, agitados, con sombrillas, termos trajes de baño? ¿Cómo mira esa banda? ¿Qué ve en el agua? El pescador, ojo en el hilo, callado mientras el rocío de la orilla deja sitio al sol, y la sombra da vuelta al tronco y salen las estrellas, sí nota el tono de la corriente. Sus aspectos, la palpitación en la fluidez, la falsa transparencia, un movimiento en torno a un madero, el salpicar tienen sentido para él. No sólo para él. Existen en sí mismos. Y son invisibles para los turistas.
Esa onda fue para Frin el anuncio de don Pino: una apariencia llena de noticias. Que le incumbían.
Las noticias siguieron a la venta.
No fueron muchas. Se supone que la noticia debe llegar de pronto. Tiene otra faz solapada que ya no llamamos noticia pero lo es:
El restaurant de Pino ni siquiera cerró. Una tarde cambiaron las mesas y las sillas por mesas y sillas más caras. Las cuentas subieron. La comida decayó hasta el punto de la bazofia de los tiempos, sin sal, con un dejo de agua de lavar. Unas mamparas que daban intimidad se quitaron. La música fue otra, sin matices pasatistas de Emilio. El retaurant cambió de nombre, suprimió las pastas caseras, y un por un tiempo bastante largo, meses, estuvo casi vacío. Una extensión de mesas con manteles, algo de fotografía de la Antártida al atardecer, con sombras celestes. Teresina siguió yendo antes de las doce, pero Alberto Frin se buscó la vida de otro modo. Empezó a cocinar en su casa.
No viene al caso hablar de la cocina de un hombre que nunca ha cocinado. A veces quedó sin comer. Progresó, también. Cobró interés por la cocina. De pronto se cansaba, recurría a sándwiches, cerveza. Pero la fatiga de la mala nutrición lo obligaba a variar de camino y volvía al restaurant por alguna semana, hasta que los precios y la repulsión lo echaban de nuevo a la calle. A cocinar.
La corriente del agua, lenta, en remolino furtivo.
Un hombre necesita de otros seres humanos. Un solitario también. San Antonio bajaba a las cansadas del rocoso escondite de sus tentaciones y sus éxtasis hasta un convento cerca del Mar Rojo, y allí lo esperaban peregrinos. Pronto volvía a partir.
Alberto Frin no trabajaba. La –escueta- dosis de necesidad de los demás que hay un eremita suele desgastarse en las aristas de un trabajo. Al salir busca el retiro con voluptuosidad. Así Teresina y su escuela. Pero Frin desde su juventud había puesto el empeño que se emplea para conseguir un buen trabajo en lo contrario. En evitarlo. No vivía del aire. Corregía pruebas, traducía, escribía reseñas de libros. Pero en su casa. Una época temprana vendió rifas en la rambla de un balneario. Por ese tiempo fue acomodador en un cine de barrio., excelente empleo según su criterio, que debió dejar después de un idilio demasiado violento con la hija del dueño. A los cincuenta traducía artículos del alemán para una revista de medicina, y novelas del inglés y el francés para una editorial. Sus poemas aparecían en periódicos de Europa, y en revistas latinoamericanas que no dejaban de ilustrarlos con viñetas injustamente truculentas. Después de verlos un momento en tales envases los tiraba al canasto, y la mujer que iba a hacer la limpieza una vez por semana los utilizaba con otros diarios para forrar el tacho de basura.
El prójimo para Frin habían sido los mozos del restaurant de Pino. Las mujeres eran capítulo aparte; el sexo tiene poca relación con la proximidad. El amor… Profundos estropicios en su casa testimoniaban los accesos de desesperación por un amor terminado. Pero hacía años de eso.
Expulsado del restaurant por repugnancia ante los platos, cólera ante los precios, imposibilidad de hablar con los antiguos mozos por el calibre de la música, Frin derivó, sin proponérselo, hacia otro rumbo.
La relación de los solitarios con los estaños que circundan su casa es compleja. Hay almas sencillas que prefieren hacerse clientes del bar más cercano. Frin no era un alma sencilla. Además era un caminador extraordinario. Al caminar, sus ideas empezaban a ponerse en marcha como locomotoras a carbón, echando chispas y copetes de humo, los poemas revoloteaban alrededor de su cabeza como una bufanda. Entraba en los bares en ráfaga, como quien va andando entre las nubes decidiendo los destinos de una tempestad con patadas en los relámpagos y en los truenos. Pero alado, en estado de iluminación, y los barmen al verlo se apresuraban a servirle, los cercanos –hacia el sur, norte y este, al oeste no había bar, sólo restaurant de Pino- ya sabían qué whisky, y como ninguno dejaba de apreciarlo le servían con sobredosis, y el pago era siempre exagerado, aún en épocas en que toda su cena consistía en queso y pan –en vez de whisky, ginebra entonces-, unos billetes que caían sobre la madera, olvidados sin gesto.
Sí, era familiar para los barmen y también para los parroquianos. Éstos lo apreciaban, pues todo parroquiano de bar es solitario. Y conocer al más solitario de todos, dotado además de alas en los pies para volver más inasible su persona, les gustaba. Él no sospechaba esa popularidad. Se creía invisible y, en caso de conocido, detestado. Era un error, basado en la legión de enemigos que acezaban contra él en las sombras de lo literario. Mas una cosa son los pasillos de una especialidad y otra en ancho mundo.
A los cincuenta, Alberto Frin entró en lo que algunos llaman la noche oscura del alma. Coincidió con la venta del restaurant, y don Pino hubiera considerado perfectamente natural que esa crisis tuviera como explicación su retiro del gremio gastronómico. Pero la vida es más complicada.
Como suele pasar, también su salud sufrió en esos días, y debió dejar las caminatas.
Así, conducido por las fibras del agua como el corcho del pescador al soltarse va boyando y es llevado a otras temperaturas y velocidades, sufriendo transformaciones en su ser, así Alberto Frin fue llevado a través de la melancolía, el cansancio físico y el cierre del restaurant de Pino a buscar sustento espiritual en el bar de Moreiro.
No que lo conociera. Pero la tiniebla de la noche oscura en que ni poemas ni pensamientos aparecían para acompañarlo ni caminatas lo lanzaban volando por las veredas rotas y roñosas de la ciudad, lo llevó a quedarse, en actitud pasajera pero reposada, junto al estaño, y los círculos de la vida cayeron pausadamente en torno a él formando una nota grave. Alberto Frin se quedó preguntando a Moreira el mayor, el más inteligente, el más sardónico de los jóvenes gallegos rubios desembarcados en 1950, cómo preparaban en su familia el puchero.
Cuando se habla de esto, las nodrizas del alma vuelven a ejercer sus funciones.
La conversación de Alberto Frin con Moreira fue interesante para los dos. Además tuvo implicancias. Su detención junto al mostrador permitió que corrieran hacia él las simpatías que había levantado en veinte años de apariciones y desapariciones. Inmovilidad. El hombre que renuncia al movimiento verá moverse el mundo. El anacoreta en el bosque será testigo de los trabajos de la vegetación, los animales más huraños se echarán junto a sus piernas.
Frin, en el mostrador de Moreira, recibió una broma, tímida, desde una mesa. Era a propósito del puchero, tema del momento. Venía de un sesentón flaco, agachado, crespo. Matías. Electricista según algunos (según él especialmente), aunque la gente conocía sus pretextos para no presentarse mejor que ningún trabajo que hubiera hecho. Hablaba español con mucho acento, menos alemán que yiddish.
Alberto Frin lo conocía de vista. Pertenecer veinte años a una calle no es casual. Muchos nudos, conscientes e inconscientes, se atan.
La conversación se formó en triángulo, dos en el mostrador y uno en la mesa. Y el alma de Frin descubrió el pensamiento de sus semejantes.
Hay que imaginar al jardinero que en camino hacia el palacio donde trabaja se sienta a descansar en un terreno baldío y descubre la belleza de los yuyos que lo rodean, la gracia de sus hojas y sus granos que el viento hace remover. Así se encantó el alma de Frin. El espíritu trepidante sólo bebía el vino de los dioses encontró en el agua de cada día ese vino inmortal.
Porque los mozos de Pino habían sido otra cosa. Las nodrizas del alma conversaron y rieron entre dos platos y dos golpes de música, mientras que la concurrencia del bar de Moreira no tenía relación con los estruendos de la comida. Un café, unos alcoholes eran pretexto para la detención en las aguas trémulas de la quietud, en la luz de neón, leyendo el diario vespertino, charlando con un vecino de mesa. En ese claroscuro las almas flotaban, expandiéndose como algas, y refluían para irse con sus dueños, a la hora de dormir, alimentadas por e4sos tratos laterales con el género humano.
Un club de solitarios, eso era el bar.
Y Moreira y sus hermanos, que eran vigorosos y casados y padres de niños rozagantes en otros lugares, se reunían allí a apacentar aquellas soledades, y como desde dentro de un acuario veían al diarero, otro ejemplar de especie parecida a la clientela pero con un asesinato y cirrosis en su vida, adherido al vidrio exterior con su mercadería.
No que todo fuera silencio. Había gritos por causa de baraja, dominó o dados, discusiones de fútbol, o un teléfono público que no permitía oír bien a un usuario de voz fuerte. Pero no por la noche. Y además todo sonaba sobre la sordina del silencio esencial en un bar, y ese silencio era nutricio para todos.
Frin y Matías, en las quietas noches cambiaban sarcasmos sobre pronunciación en alemán, comentarios sobre los efectos de las razas sobre los hombres. Era un tema que interesaba a todos. Moreira sonreía. La extrañez del espíritu celta, sus diferencias con respecto a lo latino, lo germano y lo judaico eran tratados en forma rápida, chistes y breves definiciones. El escepticismo en materia política, cierto anarquismo primordial caracterizaba a todos esos hombres.
Un día Diógenes intervino.
Veinte años atrás, Alberto Frin, en una época de escasez de cigarrillos, había ofrecido un paquete a Diógenes en aquel mismo bar. Desde entonces Diógenes lo consideraba un amigo, aunque se cruzaban sin saludarse. Así que un día intervino con una broma desde el mostrador. Y se incorporó a los diálogos.
Discretos, delicados como los del restaurant, con matices crepusculares apropiados, los diálogos versaban sobre cualquier tema y excluían algunos, al parecer no por designio. Podía surgir la celebración de un caballo de carrera visto ganar veinte años atrás. O el comentario de una belleza femenina, pero eran excepción. Tópicos que logran expresar lo más intenso de la ordinariez del ser, como el aumento de los precios, se trataban con la gracia que corresponde a espíritus excepcionales. Lo eran.
No por azar.- Casi en cada bar hay un grupo de espíritus excepcionales. La decantación operada por la vida aísla a través de los años lo mejor de algunos compuestos humanos. Una especie de suspensión, una tintura de elementos sutiles se logra. Eso que parece impregnar las calles de las ciudades de antigua cultura tiñe el sustrato de las almas y se suelta en la reunión de solitarios impenitentes o casuales en un bar de noche. Cultura es el término más apropiado. Cuando un bar cuenta, entre la resaca cotidiana que el movimiento de la vida acumula en sus mesas, con esa condensación que consiste en dos o tres parroquianos adecuadamente provistos de las dosis de renunciamiento, aceptación del destino y rebeldía ante la vulgaridad que suele significar la vocación del anacoreta llevada adelante por varias décadas, su dueño, el dueño del bar, podrá estar seguro de una luz vacilante, rojiza, la perpleja luz del espíritu, se levanta en las noches entre sus hoscas paredes, bajo las luces de neón.
Es cierto: Hay otros sustratos, maldad, envidia y maldición dentro de anacoretas parroquianos de bares. Pero no es el caso.
Diógenes vivía de dibujar cuadrantes de reloj, muy depurados, diseños que mostró a Frin una tarde produciéndole una admiración incondicional. Era manso, rosa y algo calvo, madrileño, llegado en la niñez con dos padres aguerridos. Había un punto en sí que no alcanzaba a comprender: su éxito amoroso. Lo aprovechaba sin cavilar demasiado. Frin le encontró motivos astrológicos. Diógenes sonreía, interesado.
Una hora de charla, dos. Con Moreira y sus hermanos, con Matías, con Diógenes, o todos a la vez, o parcialmente combinados. Frin salía del bar para volver a su casa. Un tritón que ha obtenido su cuota de aire sobre una roca y se zambulle con un escalofrío de placer en el verdor salado y nada entre las frías corrientes de su predilección hasta las profundidades inimaginadas, regidas por movimientos propios, allí donde tiene su cueva. Dejaba a su espalda el recinto iluminado. Y entraba en su soledad, que se había vuelto sin resonancias a causa de la noche oscura.
Noche oscura. Expresión que designa mal un estado que no tiene las cualidades de la noche. Ni inminencias, ni iluminación, ni terrores. Pasaje sin ecos, especie de privación de los sentidos, sin orejas, ni paladar ni ojos, ni tacto, ni nariz que ayuden. Ninguna indicación. Un pasillo que carece de entidad de pasillo: sin muros y que no parecería llevar a ningún lado. No es siquiera oscura. Mera opacidad. Y, como único camino, persistir. ¿En qué?
Allí estaba.
Hay gente de diversas clases. Cavadores, trepadores, soñadores. Alberto Frin era la cuerda en tensión de un instrumento que tiembla. Sonidos interrelacionados lo sometían a vibraciones siempre excesivas. Una revelación espiritual lo hacía llorar, a solas, apoyado en su puerta gastada, de emoción, gratitud, admiración. Relámpagos de lo eterno expresados por un árabe remoto, una música, un párrafo en un diario, la expresión de un perfil en la calle, constituían un alfabeto muy preciso y de una intensidad que lo consumía. Sus poemas no expresaban intuiciones candorosas ni eran caminos estéticos. Se referían a experiencias de una realidad oculta, detrás de lo visible, mística si hay que decirlo. Misteriosas referencias no comprendidas por todos. En ese mundo sonidos extraños y sobrenaturales, tardes de congoja lo dejaban postrado. Felicidades lo transfiguraban. Y períodos de aplastamiento, irritabilidad y cólera lo volvían enigmático.
Nada que pudiera compartir. ¿Qué compartir explícitamente con los mozos de Pino, con los parroquianos de Moreiro, con las entusiastas mujeres que venían a su cama y eran despedidas después sin mucha conversación? Sólo el tácito intercambio escondido detrás de los actos comunes.
En el estrecho mundo de la literatura local sus apariciones producían desconcierto y la cólera de lo intempestivo, de lo fuera de lugar. Ignoraba el arte de la charla. Hubiera parecido natural verlo abrir una ventana y alejarse caminando por el aire con su aspecto absorto, magnético y vulnerado. Reducido a la vida común de los mortales comunes, como un insecto de antenas quemadas, iba al bar de Moreiro.

Corriente del agua, Chispeando entre las piedras con resonancias. Una conformación del terreno la detiene de pronto. Vemos la agilidad del elemento que resplandece, sus ondas impregnadas de oxígeno aplanarse en un remanso circular. Remanso. Parece turbio en relación con la corriente que lo alimenta, y que es él mismo. Ningún observador reconoce con facilidad le helada esencia de las cordilleras en su transformación. Lo libre, lo puro, adquiere una turbiedad como imbuida de otras vidas, parentescos con la descomposición. Un verdor empieza a verse, moviéndose dentro del ámbito desprovisto del delirio de oxígeno que traía en el camino.
El agua no sabe qué le ocurre. Siente la muerte en sí. El pulular de la reproducción aprovecha la ausencia de frío y de envión para instalarse. El agua aprisionada, detenida y turbia acepta. Una película de infelicidad la recubre. No protesta. Siente la muerte. Se resigna al no movimiento, al no viento, a la no embriaguez. Chapotea dulcemente contra los bordes, y nadie nota su sufrimiento, su desconcierto.
Así Alberto Frin chapoteaba contra las orillas, en el bar de Moreiro, y las orillas, esas piedras y plantas que lo habían visto en su figura de corriente entrando, bebiendo y saliendo, con la fisonomía transfigurada, los ojos con resplandor de cristal, el paso más relacionado con el aire que con la vereda, ahora recibían la suavidad de su chapoteo y hablaban con él de política., de azar, de casos de la segunda guerra mundial.
Enterado de la condición de solitario de Diógenes, le informó de la existencia de la ensalada de radicha, que consideraba uno de los grandes descubrimientos surgidos de su relación con la cocina. Se sintió sorprendido al enterarse de que Diógenes no sólo conocía la radicha sino que la despreciaba con toda su alma, y su totalitarismo de anacoreta aceptó la posibilidad de discrepancias. Rió. Fue como si hubiera caído una moneda en la alcancía de la fe en la humanidad.

Cuando salía, su soledad lo esperaba como a otros su automóvil: privada, pero ya no espléndida.
No habría quejas. Sin embargo una pregunta lo conformaba entero. Un asombro por la mudez del universo. Tocaba su muerte en aquel silencio. Insomnio, tristeza, fatiga, y además la sordina del mundo. Una humillación, podría decirse. Los dioses ya no dejaban caer sus plumas, poemas, al pasar sobre él. Aceptaba, sin dramatismos, pero con la impresión de portar un fardo inmenso.
Los del bar notaban que la esbeltez que lo mantuvo como un extraño había cambiado hacia líneas más llenas, y si un comentario –los hombres no se detienen en la arenilla que interesa a las mujeres- lo admitían como un signo de que estaba más parecido a ellos, de que se amalgamaba a sus esencias. Era un error. También lo sabían. En la elasticidad de un paso, en el tono de una réplica, en la iluminación de una mirada se les hacía patente que alguien muy distinto los acompañaba. Un grupo de caballos campestres atados al par de un puro de carrera advierte sin muchas vueltas que no hay igualdad. Aquel compuesto de palafrén y mansedumbre emitía hacia ellos una enseñanza, una advertencia, sobre ¿qué? Sobre el misterio del mundo, podría insinuarse. Sí, sobre el misterio del mundo.
Frin era una joya. Un honor y un regalo. No en forma explícita. Ni siquiera en sus mentes. Las ironías, las fulmíneas definiciones, los juicios arbitrarios y sorpresivos como la zambullida del ave marina que desaparece del mundo razonable y resurge con una presa en el pico les resultaban tónicas. No sospechaban la tristeza, el desconsuelo de Frin. Los asombraba su capacidad para reírse ante el ingenio ajeno, esa manifestación de inocencia. Lo admiraban. Sin percatarse. Con llaneza y cotidianeidad. Eran amigos.

Una noche todo estaba tranquilo.
Matías acababa de comprender una verdad. Con el Frankfurter Allgemeine –que Frin recibía y le pasaba- doblado junto al pocillo de café, había oído una broma de Diógenes sobre su persona. Sobre cierta luz quemada de la casa de Diógenes, sobre la que Matías dictaminó un año entero que era un caso especial. Es decir, que no pensaba ir a arreglarla.
Frin –había bebida mucho- lo miró con la más peculiar de las miradas y le preguntó algo. A través de esa pregunta Matías entendió cuál era el principio que constituía su raíz. Pare decirlo de algún modo: se comprendió a sí mismo. Supo que ese odio que defendía en el corazón de la pobreza y el aislamiento era aquello que le volvía la vida vivible. Su esencia misma. Si arreglara la luz de Diógenes iría a arreglar también otras, y moriría. Moriría como don Emilio había muerto por no poder florecer a través de la música de sus discos y de la actividad de las sumas y restas. Por asfixia. Por ausencia de elemento vital. Así hubiera muerto Teresina, o habría perdido su fisonomía arcangélica, si hubiera cumplido con el presunto deber de vivir en compañía de sus viejos padres.
Matías comprendió. Vio claro en sí.
Tuvo paz.
Era una noche calma. Moreiro el menor pasaba el trapo rejilla por el mostrador. El más clemente de los jóvenes, padre de tres niños, había estado un año en la cárcel. Venganza de policías, a quienes por novato cobró lo bebido. “Si hay un Dios –decía- alguien pagará. Si no lo hay, paciencia.” Un año en la hez de la cárcel y salió como entró. Tierno. Clemente.
En aquella tranquilidad, por sobre el diálogo, empezó un ruido- El fragor de un ruido, que llenaba hasta los rincones del techo, que volvía imposible todo el resto. La voz de un hombre que gritaba. Gritaba a Moreiro el menor. Un hombre enorme. Inclinado sobre el estaño.
Frin se volvió a mirarlo. Tomó la bandeja de Moreiro y golpeó sobre una mesa. Un sonido de juicio final. El hombre se dio vuelta.
Vio tres parroquianos que no lo miraban. Diógenes rosado, Frin con el pelo volado en el ventarrón, Matías inclinando la nariz sobre el café.
-Ya sé quién es… -murmuró avanzando.
Balanceaba los brazos, abría y cerraba las manos.
Sucedió algo.
Diógenes se paró, tomó su silla, caminó hacia él. Una cabeza un poco calva, mansa, inclinada sobre las patas de la silla, que empujaban al hombre, que retrocedía. Algo que recordaba las avispas que arrastran una araña tres veces de su talla.
Lo sacó a la vereda y le pegó una trompada en la cara. La sangre empezó a caer. Se vio a Frin saltar a la vereda, limpiarle la sangre con su pañuelo murmurando: “Bueno, bueno”, como el domador al oso que se machucó la pata.
Entonces apareció un ser que avanzó entre las mesas. Barba rala, una guirnalda de trapos atados al sombrero.
Abrió los brazos y gritó:
-¡Viva la patria!
Di vuelta y se fue. Desde la puerta hizo un ruido obsceno.
-¡Viva la patria! –les gritó de nuevo, y desapareció.
Una carcajada empezó. La inició Moreiro el mayor, los ojos azules echando relámpagos. Se le unió Diógenes, siguió Frin, apoyado en la puerta con toda la espalda. Matías, hundiendo la barbilla. Moreiro el menor, húmedo de lágrimas nunca mostradas. El que hombre que gritó, con la solapa chorreada de sangre, en carcajadas inmensas.
Una carcajada que despertó los vidrios, las vitrinas, el espejo, barriendo el bar entero y las almas que contenían.
Hubo silencio. Moreiro el mayor destapó una botella de cognac español.
-Invitación de la casa.
El menor alineó seis copas nuevas. Bebieron. Bebieron todos, paladeando, aspirando.
A las tres y media Frin se levantó.
-Hasta mañana –dijo.
En la vereda estaba el aire de la noche. Estaba además el comienzo de un poema.
No lo reconoció, resignado al termo. No lo reconoció en la frase que se insinuaba, volvía, pluma del ala de los dioses.
La recogió.
Algo estaba empezando.